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Fame antigua

Al pie del pozo negro.

Fichas de dominó alineadas sobre madera vieja, con luz tenue y sombras alargadas, evocando misterio y leyenda asturiana.


La galería número tres del pozo rugió como si algo se hubiera despertado de golpe. Las entrañas de la montaña exhalaron su aliento de fuego y grisú. Una explosión seca y brutal partió la roca. Arrastrando una oleada de polvo de muerte que corrió como la pólvora por los túneles. Era como si un animal furioso quisiera dar buena cuenta de todos los mineros. Todo el pueblo se agolpó en la bocamina esperando a sus hombres. Aquel esperaba a su hermano, la otra a sus hijos, esta a su marido y la niña esperaba a su padre. Todos lloraban rezando a gritos para que Dios pudiera salvarlos. Los primeros hombres fueron apareciendo por su propio pie, con lágrimas en los ojos, boqueando como pez fuera del agua y señalando hacia abajo sin poder hablar. Algunos se tiraron al suelo exhaustos, otros trataron de respirar abrazados a los suyos. La niña no veía aparecer a su padre y el dolor fue oprimiendo su joven pecho. Cuando subieron los cuerpos, la lluvia dejó de caer de repente, como si la tormenta hubiera contenido el aliento. Lucía, que continuaba esperando a su padre junto a los raíles, miraba salir la hilera de camillas que llevaban a los heridos. Tras ellas, comenzaron a subir los cadáveres. Cuando la camilla que llevaba un cadáver pasó frente a ella, una mano se escurrió y cayó delante de Lucía. Un calambre recorrió todo su ser y un ahogo no le permitió llorar. La fotografía que sujetaba la crispada mano de su padre, cayó al suelo. En ella se veía a su hermano y ella jugando con él. Felices y riendo. Corrió tras la camilla y emitió un grito sordo cuando reconoció sus botas bajo la manta ennegrecida. Quiso gritar de nuevo, quiso llamar a su padre, pero del terror, del humo o quizá de algo más profundo su voz desapareció. Hubo quien diría que la dulce voz de la niña fue tragada por el mismo silencio que subía de la mina.


Después del accidente

Desde aquel día, Lucía se volvió una sombra. Siempre estaba sola. Nadie la veía aparecer y asustaba a sus vecinos cuando, con su caminar fatigado y lastimero, hacía acto de aparición por alguna calle del pueblo. Tenía la virtud de estar siempre donde no debía: cerca del castillete, en los raíles oxidados, junto a la bocamina tapiada. Seguía sin hablar; solo escuchaba y, como mucho, asentía. A veces, en las tardes que pasaba junto a la bocamina donde vio emerger el cadáver de su padre, se sentaba en el suelo y dibujaba en su libreta lo que se le ocurriera. Esa libreta la usaba para comunicarse. Siempre la sorprendía y de algún modo la hacía feliz, notar cómo la lluvia se detenía a su alrededor como un telón invisible. Otras veces, en cambio, la niebla nacía de golpe sobre el suelo húmedo, arremolinándose alrededor de la niña como si la reconociera. Lucía lo anotaba todo en su cuaderno, con frases breves, directas, exactas:

“La mina habla cuando no llueve.”
“No estoy sola si baja el viento.”
“Hay algo que me observa. ¿Papá?”

Mateo, su hermano, intentaba infructuosamente apartarla del pozo para llevarla a casa porque le daba pena y algo de vergüenza observar cómo miraban a su hermana los vecinos. Era una mezcla de miedo, ternura, condescendencia y tristeza, pero a ella le daba igual lo que pensaran los demás. Volvía una y otra vez, empujada por un murmullo que solo ella parecía escuchar. Mateo miraba alrededor y le pasaba su pesado brazo por los hombros susurrando al oído palabras de cariño. La niña, entonces, volvía de su ensimismamiento, miraba a su hermano, sonreía y se iban a casa.


La interrupción del mundo

Al principio, la niebla solo surgía en la bocamina cuando Lucía estaba a solas rezando a la memoria de su padre. Sus lágrimas surcaban su rostro y, tras columpiarse en su barbilla, caían al suelo. Ella se sonaba la nariz y, cuando miraba al frente, veía todo cubierto de niebla. La gente murmuraba que alrededor de esa niña solo había cosas raras. El miedo comenzó a extenderse por el pueblo y algunos se santiguaban cuando se cruzaban con ella. Mateo reprimía el impulso de golpearlos cuando venía todo aquello. Pero entonces sucedió: la niebla comenzó aa surgir alrededor de la niña mientras ella caminaba. Era una bruma que la envolvía haciéndola prácticamente invisible para sus vecinos. Los rumores corrieron aún más rápido que el miedo. El párroco de la comarca fue a ver qué ocurría con la niña e intentó bendecirla, pero ella seguía su camino como si nada. El sacerdote se marchó a largas zancadas cuando, al ir tras ella, vio cómo la sombra de la niña se alargaba de un modo extraño y parecía girarse hacia él. Abrió mucho los ojos, dio media vuelta y salió del pueblo. Entonces llegaron los susurros: sonidos de una agitada respiración que recorría las calles del pueblo.
Todas aquellas eran anomalías pequeñas que la gente atribuía a Lucía, mientras ella, ajena a todo, anotaba en su libreta que todo ello eran los pasos de algo que quería entrar.


Los milagros

Fue esa la época en que comenzaron “los milagros”. El primero de todos ellos fue el de un antiguo picador compañero del padre de Lucía. El buen hombre recuperó milagrosamente la movilidad perdida en el fatídico accidente de un día para otro. De hecho, un día se acostó con muchos dolores y, al día siguiente, se levantó como si nada. La mujer y las hijas cayeron de rodillas al verlo aparecer en la cocina pidiendo su café como si nada. La hija mayor fue a darle las gracias a Lucía, pero la niña únicamente sonrió y se encogió de hombros. A la semana siguiente, una niña ciega mientras caminaba de la mano de su madre, se detuvo en mitad de la calle y comenzó a mirar alrededor. Sin decir nada cayó al suelo llorando y, cuando su madre, asustada, la levantó. La niña le gritó: ¡veo, máma, te veo! La madre no pudo más que llorar y se acercó a casa de Lucía para darle las gracias. Las habladurías llegaron de nuevo hasta el párroco, que no entendía nada en absoluto. Hubiera jurado que todo lo que había alrededor de esa niña era malsano y cruel. Cuando llegó al pueblo, vio cómo sin saber cómo, otro compañero del padre de Lucía que se había quedado sordo por la explosión se detuvo en seco frente a Lucía y arrodillándose la besó los pies. La niña lo levantó suavemente y él musitó: gracias. El pueblo se arremolinó para ver qué ocurría y el sacerdote hizo lo propio. El hombre sordo se giró y le dijo a sus convecinos que podía escucharles perfectamente. Un niño cojo sanó tras pasar cerca del castillete sin que estuviese Lucía cerca; un anciano dejó de sentir dolores después de sentarse a descansar un poco junto a la bocamina. El pueblo murmuraba:


“La mina devuelve lo que quitó.”

Mateo en cambio notaba que, cada vez que ocurría un milagro y algo bueno pasaba en el pueblo, su hermana se encontraba peor, con dolores de cabeza, de espalda, de piernas, se desmayaba. Parecía como si el esfuerzo no fuera precisamente ajeno a ella.

“Tódu esto ye solo fame.”

Lo que los viejos aún callaban

Días después, Mateo buscó respuestas. Primero fue a reunirse con el sacerdote, pero este no tenía la menor idea de lo que podía suceder. De hecho le dijo que no sabía si era algo bueno o malo, que tenían que enviar un comunicado a la Santa Sede y esperar que iniciaran un proceso de investigación para comprobar qué era lo que estaba sucediendo. Así que Mateo marchó a pedir explicaciones entre los más ancianos del valle. Pero ninguno de ellos quería hablar. Siguieron jugando su partida de dominó. Al final, uno, con la mirada clavada en el suelo, murmuró casi para sí después de darle un sorbo al vaso que tenía delante:

“La mina tien memoria… y tien boca.
Lo que respirasti aquella noche… nun ye nuevu.
Hai siglos que baxa cola niebla,
que chupa’l calor y la vida…”

El nombre cayó al suelo entre fuertes convulsiones y el anciano se acurrucó en un rincón presa de un dolor inenarrable que lo mantuvo ahí postrado. Mateo, asustado y encogido, fue a socorrerlo, pero otro anciano no le permitió el paso.

“Esto nun ye bono, rapacín, nun ye nada bono.”

Mateo recordó la niebla o el humo que muchas veces rodeaba a su hermana, miró al anciano que le acababa de hablar y preguntó qué sucedía con su hermana, pero su respuesta fue el silencio… y la lluvia. Recordó los ruidos que parecían respiraciones y que resonaban por todo el pueblo, y las sombras largas en las paredes de piedra. El anciano giró la mirada a sus compañeros de partida y dijo:

“Esto ye peor de lo que pensábemos, fízose más fuerte que nunca.”

Una idea se alojó en lo más profundo del cerebro de Mateo: nada había sido un milagro, absolutamente nada. Una palabra tomó forma y brotó de sus labios casi sin querer:

“Tódu esto ye solo fame.”

El anciano que había sufrido el episodio anterior lo miró con sus profundos ojos azules y, levantándose con la ayuda de sus compañeros, le dijo con voz aguardentosa:

“Asina ye, rapacín: una fame que s’arrastró poles galeríes durante xeneraciones, que viera morrer a muncha xente, y que agora reconoz en la to hermana daqué que considera so. O daqué que pue usar… o que podrá reclamar.”

Esa noche, al volver del Valle, tuvo que cruzar frente a la bocamina. El chico sintió, más que escuchar, una risa terrible, y un aliento frío rozó su oreja trayéndole un susurro:

—“Vuelvo cuando quiero.”

Mateo entonces recordó las últimas palabras que se quedaron flotando tras él al marchar de la taberna del Valle, donde estaban los ancianos jugando al dominó: ecos de advertencias, murmullos incomprensibles y fragmentos de historias que hablaban de sombras que bajan con la niebla, de fame antigua que nun muere, y de ojos que todo lo observan desde la mina.

Supo entonces que aquello no era un peligro que pudiera evitarse, ni algo que pudiera explicarse. Solo quedaba esperar… y caminar con cuidado, porque la mina seguía viva, y su hambre, también.

“Tódu ye cousa de la Guaxa.”  



Lee este relato y al acostarte… no mires debajo de tu cama ni dejes el armario abierto.

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Estás en el subsuelo, donde habitan las raíces, el lugar en el que este blog escarba hacia el infierno y escupe lo que encuentra. Aquí no hay frases bonitas, ni de autoayuda, ni vamos a colorear mandalas. Solo literatura oscura, crítica sin trinchera, dolor crónico y verdad sin anestesia. Si no te gusta, sigue perdiendo el tiempo con jueguecitos insulsos. Pero si algo de esto te remueve… ya no habrá marcha atrás.

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