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Fame antigua

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Al pie del pozo negro. La galería número tres del pozo rugió como si algo se hubiera despertado de golpe. Las entrañas de la montaña exhalaron su aliento de fuego y grisú. Una explosión seca y brutal partió la roca. Arrastrando una oleada de polvo de muerte que corrió como la pólvora por los túneles. Era como si un animal furioso quisiera dar buena cuenta de todos los mineros. Todo el pueblo se agolpó en la bocamina esperando a sus hombres. Aquel esperaba a su hermano, la otra a sus hijos, esta a su marido y la niña esperaba a su padre. Todos lloraban rezando a gritos para que Dios pudiera salvarlos. Los primeros hombres fueron apareciendo por su propio pie, con lágrimas en los ojos, boqueando como pez fuera del agua y señalando hacia abajo sin poder hablar. Algunos se tiraron al suelo exhaustos, otros trataron de respirar abrazados a los suyos. La niña no veía aparecer a su padre y el dolor fue oprimiendo su joven pecho. Cuando subieron los cuerpos, la lluvia dejó de caer...

Valencia no olvida

Políticos con datáfono y familias huecas. 

España, año 1 después del desastre.



El pasado 29 de octubre, la DANA se llevó por delante 228 almas en Valencia.
Doscientas. Veintiocho. Para que lo entiendan nuestros políticos: eso son dos veces cien —sí, esa cifra que a duras penas logran escribir sin copiarla del móvil— y veintiocho más, que son más o menos los dedos que se usan para contar sobres y escarbarse la nariz en los semáforos. Explicación cortesía de este humilde servidor, para puteros de despacho y corruptos de after.

Porque lo de nuestra clase política no es ignorancia: es bochorno con corbata. Es de traca impúdica. Esos mismos que ahora se dan golpes de pecho como si la culpa se lavara con titulares blanditos y un luto de 24 horas en redes. Pero 228 muertos no caben en un tuit. Ni en una conciencia limpia; ni de una sociedad sana. Una sociedad que está anestesiada a base de TikToks, realities y tertulias plagadas de perros de Pavlov con culo-datáfono cortesía de los partidos políticos que por turno les corresponda.

Una riada salvaje arrasó con poblaciones enteras como si alguien hubiese abierto el grifo de la ignominia. Y los que estaban para evitarlo —nuestros cargos públicos con chachi-máster en brumas y bombas de humo— brillaban por su ausencia. Pero tranquilos, dijeron entre sí los de la gomina y el carné de partido, "esto también pasará". Y efectivamente, pasó… como pasa todo en un país con memoria de pez y estómago de rumiante.

Porque aquí olvidamos. Y ellos lo saben. Por eso ya nadie recuerda quién fue Tejero, qué ocurrió un 11 de marzo, o que ETA no era una app de delivery. Nos atiborran de tanta basura que no queda sitio para lo importante. La masa encefálica se licúa, y lo único que retenemos son las siglas del partido al que votamos. Los culo-datáfono repiten su relato como si fueran los diez mandamientos y, claro, tragamos sin masticar. Luego, como somos tan inteligentes, nos montamos en el coche para ir al gimnasio a pedalear sobre una bici que nunca se mueve mientras la nuestra está en el trastero cogiendo polvo. Como los engranajes de nuestro cerebro a la hora de reflexionar. Y así seguimos: chapoteando felices en nuestra inmundicia, convencidos de que vivimos en el Olimpo… cuando esto huele más a cloaca que a ambrosía.

A las familias de esos 228 cadáveres no se las engaña con tertulias llenas de ladridos y vacío mental. Porque da igual quién fuera el culpable. Aquí lo que importa es que nadie hace nada y todos cobran por no hacerlo. ¿Quién fue? ¿Un dios borracho? ¿Un político con la bragueta aún húmeda y la nariz llena de azúcar glass? ¿Un cargo público que se cree estrella del rock mientras se desmorona el escenario a su alrededor? A estas alturas, las excusas solo sirven para cubrir el culo del siguiente. Pero los cadáveres siguen ahí. Silenciosos. Fríos. Reales como una verdad incómoda... si tuvieran conciencia.

Y mientras las familias recogen restos entre barro y lágrimas, ellos —los responsables de uno y otro lado del sucio hemiciclo— se señalan, se acusan, se limpian con banderas que solo sirven para arder y se reparten carnés como si fueran décimos de lotería Navidad y ellos los Reyes Magos repartiéndose oro, impunidad y vicios. No buscan justicia: buscan un relato. Algo que poner en la boca de sus fans para que repitan como loros amaestrados y voten sin pensar, como siempre.

¡Pero esto no es una película! No hay créditos finales ni fundido a negro. No hay pausa para publicidad. Lo único que hay son 228 personas que ya no volverán a llenar sus sillas en casa. No volverán a abrazar, ni a discutir, ni a reírse del telediario. Están muertos. Y mientras tanto, los de siempre siguen facturando, siguen mintiendo, siguen sonriendo a cámara. Como hienas en traje. Como cucarachas de mármol.

¿Saben lo peor? Que cuando pasó todo, no había ni uno en su sitio. Estaban de copas, de escapada, de postureo o medrando. Pero ninguno en su puta silla de responsabilidad. Y, de los que estaban, ninguno supo dar a un botón. Es tan difícil. Se rascaban la cabeza mirando sin ver una pantalla que no comprendían. Y luego, cuando fueron llegando los ataúdes, y vieron la magnitud de la tragedia, se pelearon por ver quién lloraba más fuerte delante del micro sostenido por un culo-datáfono que les hacía preguntas edulcoradas. Entre todos hicieron de la tragedia su escenario y del dolor ajeno su pancarta. Luego se extrañaron de los recibimientos con que se les obsequiaba. Y tuvieron que duplicar los datáfonos, que esos también estaban listos para cobrar, claro: no hay tragedia sin merchandising político ni datáfono sin su nómina.

¿Y saben qué? Me da igual. Me importa un carajo si fue un socialista, un pepero, un liberal disfrazado de indignado o un comunista en coche oficial. Que se vayan todos a la mierda con sus protocolos de PowerPoint y sus excusas de "no era competencia mía". La competencia era tener decencia. Y, en eso, como siempre, fallaron.

Lo que quiero es esto: Despidos. Dimisiones. Cárcel. Y una incapacidad de por vida para volver a asomar el hocico por una institución pública. Que se busquen un curro de verdad. Que aprendan lo que es levantarse a las seis de la mañana para sobrevivir. Y el día que el último de estos inútiles entre en prisión, yo brindaré. Con un old fashioned, con gasolina, con lo que sea, pero brindaré. Eso seguro.

Porque las víctimas merecen más que flores. Merecen justicia. Y no hablamos de cifras. Hablamos de madres que ya no abrazarán a sus hijos. De niños que no crecerán al lado de sus padres. De sofás vacíos y camas frías. De mascotas esperando en vano tras la puerta. Y mientras eso pasa, los de arriba siguen aparcando en la acera sin multa. Porque sin castigo, solo queda impunidad.

Y la impunidad es enemiga mortal de la democracia. Pero no olviden y grábense esto en lo más hondo de su cerebro: 

Valencia no olvida.



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— Emilio Durán · De entre las raíces

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