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Fame antigua

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Al pie del pozo negro. La galería número tres del pozo rugió como si algo se hubiera despertado de golpe. Las entrañas de la montaña exhalaron su aliento de fuego y grisú. Una explosión seca y brutal partió la roca. Arrastrando una oleada de polvo de muerte que corrió como la pólvora por los túneles. Era como si un animal furioso quisiera dar buena cuenta de todos los mineros. Todo el pueblo se agolpó en la bocamina esperando a sus hombres. Aquel esperaba a su hermano, la otra a sus hijos, esta a su marido y la niña esperaba a su padre. Todos lloraban rezando a gritos para que Dios pudiera salvarlos. Los primeros hombres fueron apareciendo por su propio pie, con lágrimas en los ojos, boqueando como pez fuera del agua y señalando hacia abajo sin poder hablar. Algunos se tiraron al suelo exhaustos, otros trataron de respirar abrazados a los suyos. La niña no veía aparecer a su padre y el dolor fue oprimiendo su joven pecho. Cuando subieron los cuerpos, la lluvia dejó de caer...

Alas sin cielo

La indiferencia europea, la complicidad africana y la tragedia que ruge






El mar volverá a tragar nombres. No son solo cifras. No son un puñado de “migrantes". Nombres. Con sus apellidos y sus realidades lastrando sin remisión su hundimiento hasta el fondo. Los cuerpos flotarán cerca de Lampedusa. Vendrán de Níger, Senegal, Eritrea. Seguirán sin huir del clima, pero sí del infierno. Pero el hambriento Neptuno se cobra su peaje. No sabemos cuántos serán los muertos esta vez. Pero seguro que habrá niños incluidos.

Europa suspirará, bajará la mirada, cambiará de canal. Como siempre.

La vieja Europa prefiere pasar siempre de puntillas por el infierno ajeno. Desde sus cafés bohemios, ve llegar la “invasión” y cierra filas contra el avance de la cultura enemiga. Se escuchan gritos “no caben más”, suspiran, “nos van a reemplazar” se quejan. Pero lo que de verdad teme no es la pérdida de espacio. Es la pérdida del espejo. Cada bote que llega le recuerda su pasado colonial y su presente cobarde.

Pero no hay un único tipo de europeo: está el europeo de salón, que solo ve cifras o amenazas, mientras el rival ve urnas con patas. Calcula cuántos votos darán sus alaridos en uno u otro sentido, no importan las vidas. Importa el rédito.

Y está el europeo que aún tiene pulso, el que se desvela viendo las imágenes, el que no encuentra palabras porque ninguna basta. Ese no manda. Ese no firma. Ese deposita un voto y tira de la cadena para que evacúen su conciencia. Ahogándose también, en tierra firme, sus anhelos, desvelos y sus sueños. 

Del otro lado, África se desangra en silencio. Gobiernos cómodos que han pactado con las mafias del mar. Dictadores que juegan al desarrollo propio mientras venden a sus jóvenes, sueños de una Europa que nunca, o pocas veces, es mejor. No hay visado para la dignidad, así que los convencen de que el riesgo vale la pena. Les prometen París, Berlín, Madrid. Les entregan barcas podridas y mapas falsos a precios exorbitantes. Pero ¿cuánto vale una vida mejor? Y los lanzan al Mediterráneo como si fuera un oráculo.

“Si llegas, fue voluntad de Dios.” En cambio, ”si mueres, será porque no creíste lo suficiente.” Así hablan los demonios en Bamako, en Trípoli, en Jartum. Prometiéndoles la tierra prometida mientras el destino será un sucio burdel sin ventanas o calles que nunca conducen a ningún lugar.

Pero no hay un único tipo de europeo: está el europeo de salón, que solo ve cifras o amenazas, mientras el rival ve urnas con patas..

Y en medio del abismo, el ángel. Pero no es un ángel de rescate. No trae salvación. Nos trae memoria. No alza vuelo: cae en picado hacia un enrejado mortal, lleno de concertinas y púas que separan el nuevo y el viejo mundo, como también separa su piel en heridas feroces. Cae entre el sur que empuja y el norte que cierra. Cae y ve. Solo ve. No es juez. Nunca los ángeles lo fueron. No es héroe. Tan solo mensajeros y testigos del pacto tácito entre el desprecio de unos y la indiferencia de otros. Entre el que cuenta monedas aquí y allá, y el que hace lo propio con los votos a conseguir. Pero nunca es el que cuenta.

Europa ha construido su frontera como quien construye una nueva teología: un muro de contención moral. Donde “protegerse” vale más que tratar de hundir al mafioso, de enfrentarse a los gobiernos cómplices y de acoger a la víctima. ¿Cuántos cuerpos caben en tu café matutino, Europa?

Donde la cruz solo adorna las paredes y se enfrenta a las miradas perdidas de quienes llegan, pero no pesa en la espalda de quien así actúa. África, por su parte, sacrifica a sus hijos a cambio de acuerdos turbios y discursos de unidad que suenan huecos en las aldeas vacías.


Y el mar… El mar ya no canta, el mar ruge. El mar no es frontera: es una fosa común. Es altar y es tumba. Es el Jordán sin promesa y cuarenta años de travesía. ¿Quién tiene alas hoy? ¿El que huye con esperanza o el que cierra la puerta con miedo? ¿El que se embarca en la oscuridad o el que firma contratos desde su despacho con vistas al Sena? Desde los ventanales de Viena, Lisboa, Estocolmo o Bruselas se dictan normas que flotan sobre cadáveres. Y nadie pestañea.

Los ángeles ya no vuelan. Solo caen. Y lloran. Y toman nota porque el juicio aún no ha comenzado. 



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— Emilio Durán · De entre las raíces

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