Hay pérdidas que no se entierran: se quedan mirándonos desde el umbral de una puerta entreabierta. O sentados sobre nosotros mientras dormimos. O nos observan al pie de nuestra cama con la mirada fija y una sonrisa malediciente. Con fe en el alma o simplemente… mirando.
Fernando no solo perdió a Marta.
Perdió la voz con la que soñaban, el eco de la risa compartida, la forma de todos los futuros posibles hecha añicos. Futuros que él veía como en un caleidoscopio: rotos, inciertos, pero todos felices.
Perdió el diccionario que le dictaba el lenguaje con el que se nombra el mundo. ¡Perdió hasta el mundo! Desde entonces, cada palabra es ceniza en su garganta, es hiel en sus labios. Cada pensamiento, una esquirla envenenada. Y el sabor de la derrota… nunca le abandona.
Fue una caída desde el cielo. Como un ángel condenado.
Una joven, una huida de no se sabe muy bien dónde, que dictó una sentencia terrible.
Cayó sin remisión sobre el parabrisas del amor. Y lo partió dejando que su interior se desparramara.
En un segundo, todo lo que iba a ser dejó de ser. En un segundo lo perdió todo. En un segundo le apagaron la luz y le quitaron el suelo bajo sus pies. Dios cerró la puerta. Y dejó el recuerdo encendido.
Marta murió.
Pero también murió algo más. Un sueño. Una vida. Unas risas. Los besos. Un lugar. Una certeza. Ahora, la única certeza que deambulaba por su maltrecho cerebro, detrás de una mirada rota, es que Marta ya no estaba. Esa idea le aguijoneaba a cada paso. Fernando, sin saberlo, comenzó a deshacerse desde dentro. Dudando de todo lo que veía y sentía. Sintiendo lo que dudaba y creía. Sabiendo que todo era cierto, nada había sido un mal sueño. Eso le destrozaba.
Desde entonces, duerme con los ojos abiertos. Alerta. A la espera del menor ruido para atrapar un recuerdo que se le pudiera pasar por alto. Pero lo que se viene es horroroso. Sueña con la mirada rota de quien le pide explicaciones en silencio desde el más allá. De quien le mira inquisitivamente en silencio. Con un gesto cruel y terrible en su deformado rostro. Y no halla respuestas. Ni consuelo. Solo acierta a hacer lo que siempre hizo: establecer una rutina para evitar pensar. Pero no alcanza para tapar la herida.
No es que vea a Marta.
Es que la ve mal. La cabeza destrozada abierta como un melón roto en el suelo de un basurero. Los labios temblando haciéndole una pregunta que ni los vivos se atreven a hacer: ¿Por qué no hiciste nada? El dolor le llena los ojos. La culpa le inunda los pulmones. El corazón, desbocado.
Y la visión se le cierra, como un túnel sin salida. Dejándole la imagen de ese rostro grabada en su memoria. Grita. Pero no hay respuestas. Solo visiones que se repiten. Presencias que le interrogan. Solo esa casa que fue hogar y ahora es una trampa mortal. Solo un cuerpo vivo… donde el alma dejó de pagar el alquiler y el cerebro pugna por desahuciar.
Entonces, cuando las visiones fallan, comienzan los susurros. Primero es Marta, acusadora y terrible desde no se sabe dónde. Quizá su propio cerebro. Quizá no sea Marta sino la imagen de su propia incapacidad. De su debilidad. Él, que es un tío grande, esculpido en mil batallas de sucios rings de boxeo sudando asalto a asalto, es débil. Es frágil. Es incapaz.
Después, otro rostro. El de un joven. Un desconocido… al que sin saber muy bien cómo, reconoce.
Alguien que viene del lodo de la memoria, de las cenizas de un pasado que nunca debió suceder. De la grieta del tiempo en el día en que todo acabó.
¿Una respuesta?
Fernando no lo sabe. Pero se aferra como un náufrago a una tabla. Porque cuando uno se ahoga, todo parece salvación.
Corre. Suda. Se entrena. Reza a su manera. Comulga con whisky. Lanza al cielo preguntas blasonadas de blasfemias con una lengua pastosa y torpe. Le increpa. Le exige respuestas. Pero el cielo guarda silencio.
Fernando, sin saberlo, comenzó a deshacerse desde dentro. Dudando de todo lo que veía y sentía. Sintiendo lo que dudaba y creía. Sabiendo que todo era cierto, nada había sido un mal sueño. Eso le destrozaba.
La cruz no le salva.
La cruz es su carga. Su dolor. Su tránsito por lo que le queda de existencia. Su pérdida. Su terror. Su miedo. Y el miedo no está fuera. Vive dentro de él. Le roe por dentro. Le susurra nombres que no entiende.
¿Y si no está loco?
¿Y si lo que ve no son fantasmas… sino advertencias?
¿Y si todo empezó antes del accidente?
¿Y si la habitación 216 no es un lugar… sino una grieta entre mundos?
Cada sombra que se alarga en el pasillo no es un síntoma ni una amenaza: es un terrible mensaje.
Alguien quiere ser escuchado..O detenido. Se sabe incapaz. Se descubre inútil y torpe. Se sume en un letargo depresivo.
Hay habitaciones que no deberían ser abiertas por nadie. Porque encierran todo el miedo que sentimos en nuestro interior. Todas las fragilidades que nos sumen en la desconfianza y nos matan lentamente. Porque son el miedo mismo.
Pero Fernando, en su búsqueda, ya ha cruzado el umbral.
Y cuando lo haces, la fe no basta. Ni el recuerdo. Ni las promesas. Solo queda avanzar, ver qué hay en el siguiente recodo. Y él avanza. Se esfuerza. Sigue sin desmayo. Hacia la oscuridad. Con los ojos abiertos y el alma cada vez más herida.
Porque el verdadero miedo no es perder al otro.
Es perderse a uno mismo… y no saber si alguna vez vas a regresar.
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— Emilio Durán · De entre las raíces
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