Fame antigua

Decían que por la vía del tren ya no pasaban trenes. Hacía años que había dejado de ser la vía de la gasolina. Alguno de ellos había visto, casi en la bruma del recuerdo, pasar algún tren de higos a brevas. Pero hacía tiempo que por la vía de la Alameda de Osuna no pasaba nada. Ni trenes ni almas en pena. O eso creían.
Fue en un verano espeso, desabrido, con las moscas sobrevolando por todas partes, más molestas que nunca. Con el sudor formando una película continua sobre la piel. Dormían sudando, se despertaban sudando, comían, jugaban, amaban y cenaban sudando. Era uno de esos veranos donde las bicicletas chirrían como cuchillas por las calles al ritmo de los gritos frenéticos de los niños y las horas de la siesta tienen forma de amenaza. El asfalto hervía, y casi todo el mundo se arremolinaba alrededor de una piscina. Bajo los túneles de la vía del tren de la Alameda de Osuna olía a orines secos, ratas huyendo, moscas hirviendo, basura y bolsas rotas.
Éramos cinco chavales. Bueno, seis, porque Nico se nos unió a última hora y como no supimos decirle que no, se nos pegó como una lapa. Allá donde fuésemos, él venía detrás. Todos lucíamos con orgullo nuestros nombres de guerra. A mí me llamaban el Rubio y luego estaban el gordo, la Tina, el Negro, el Loco y Nico, que no tenía mote porque aún no se lo había ganado. Si apenas tenía cicatrices ¿cómo iba a tener mote? Decía siempre la Tina cuando discutíamos si ponerle uno o no.
Quedamos como siempre, en la plaza, detrás de la iglesia y a la sombra de algún árbol de un parque en el que no había columpios, con las bicis amontonadas apoyadas sobre la tapia de la iglesia deshaciéndose bajo el sol. Nosotros estábamos comiendo las pipas que habíamos comprado en la tienda de Sinesio sentados en un banco. Íbamos diciendo lo que se nos ocurría y nos reíamos como solo los inocentes saben hacer: de verdad.
En un momento dado, uno, no recuerdo quién, dijo:
—¿Vamos mañana de excursión por la vía? A lo largo, hacia Barajas. A ver hasta dónde llega.
Todos supimos que no era una pregunta.
La vía de la gasolina se perdía por el túnel de Ciudad Pegaso de un lado tras su paso por la Alameda como una lengua de acero oxidado, se perdía en otro túnel que iba hacia Barajas. Había quien decía que llegaba al aeropuerto, como si lo hubieran descubierto. Lo cierto es que nadie de los que conocíamos se había atrevido a adentrarse demasiado en la vía del tren. Se llamaba la vía de la gasolina porque, según decían los mayores, por ahí pasaban trenes cisterna que iban al aeropuerto a llenar los depósitos de combustible de los aviones. O para vaciarlos. O era un recuerdo de la maldita guerra, ¿qué más nos daba a nosotros?. En nuestro círculo de amigos nadie lo sabía del todo. Lo que sí sabían era que algo malo había pasado por sus vías. Pero, como siempre en la Alameda, nadie hablaba claro.
Sin más, nos despedimos tras quedar temprano en la trasera del colegio Ciudad de Guadalajara en la vía del tren. Desde allí había poco camino hasta el túnel de Barajas.
Al día siguiente, poco a poco, fuimos llegando al lugar indicado. En una pequeña caseta que había, dejaríamos las bicicletas, porque por la vía no se podía ir en bici. Nico venía desde los bloques de al lado del hotel Resitur y el resto desde la calle Rioja y el Gordo y yo veníamos desde la Avenida de Cantabria. Sin más preocupaciones nos dispusimos a caminar en silencio. Alguno cogía una piedra y decía: ¿qué me dais si doy a aquél poste de allí? Casi siempre, lo siguiente era decir, venga dos de tres. Porque nunca acertábamos a la primera. Cuando pasamos la Embajada dejándola a nuestra derecha, vimos más adelante un amenazante círculo oscuro que era la boca del túnel de Barajas. Habían puesto una valla. Ninguno recordábamos haberla visto nunca. Pero la valla no parecía ser nueva, ni mucho menos. Ese era nuestro punto más alejado que habíamos estado jamás de nuestras casas, yendo por la vía, claro. Porque al Olivar íbamos de vez en cuando a por renacuajos.
Saltamos la valla oxidada despreocupadamente y la Tina gritó al pisar algo blando. La llamábamos así porque tenía el pelo como Tina Turner, muy rizado y abultado. El gordo la sujetó por los hombros al ver que ella se caía.
Al mirar hacia dónde había depositado el pie, la Tina dio un grito. Un gato muerto a medio comer por las ratas y otros bichos, nos había recibido desde al lado de la valla junto a un matorral. Tenía los ojos huecos y parte del hocico roído, dejando sus dientes a la vista. Todos miramos. El Negro que era un poco más valiente que nosotros, cogió un palo y comenzó a manipular el cadáver del gato. Nico no quiso mirar. Nos reímos de él diciéndole que era un cagao de campeonato.
Entre bromas, sustos y risas, seguimos nuestro camino.
Avanzamos por las traviesas como si fuéramos soldados en fila india. Las zarzas crecían por los laterales como si quisieran abrazarnos, o tragarnos. Ruidos de pasos a uno y otro lado nos hacían dar algún grito de vez en cuando. El gordo y yo nos intentábamos contener, pero he de decir que estaba, al menos, igual de cagao que Nico. La vía se curvaba hacia nuestra izquierda y la luz de la mañana se iba perdiendo poco a poco a nuestra espalda. Allí siempre nos dijeron que no vivía nadie. Pero no era cierto, porque los fuegos se veían en la espesa oscuridad del túnel. Pero tenían algo de extraño. No parecían fuegos de acampada. Sus llamas no oscilaban. Esos fuegos eran de otra cosa.
Encontramos una zapatilla Victoria que un día fue blanca, rota. Era de niña o de niño pequeño, intuimos por el tamaño, y estaba muy sucia. Más allá, unas ratas jugueteaban con una mochila rasgada. Y luego vimos algo peor: una piedra grande, plana, sobre la que descansaban los huesos de algún animal pequeño formando un rombo o similar, con unas marcas que no entendimos hechas con algún objeto punzante. Había restos de cera roja y negra. O eso parecía. Y algo seco, rojo oscuro, en los bordes. Nico dijo que era pintura. Todos nos miramos porque sabíamos que no.
—Esto no está bien —murmuró la Tina.
Y, en ese preciso instante, una ráfaga de aire que se había vuelto más espeso, nos abofeteó haciendo que pusiéramos un gesto de asco porque los efluvios que transportaba el aire eran asquerosos.
No escuchamos nada ni vimos nada por más que miramos alrededor, pero todos supimos que algo nos miraba. Nico, asustado, le dio la mano al Negro. El gordo y Tina iban de la mano también. De repente, el Loco —que por algo se había ganado su mote— se agachó y, al levantarse tenía una piedra en la mano. Antes de que pudiésemos pararle, la lanzó hacia donde parecía que estaban quienes nos espiaban.
— ¡Salid, hijos de puta! ¡Salid! —gritó presa del miedo y con los nervios a flor de piel.
No había árboles. Solo la oscuridad del túnel. Algo, una brisa —aunque no fuese fresca— o un roce vino desde dentro del túnel. De repente, comenzamos a tiritar, como si un frío irracional se nos hubiese metido en el cuerpo y se relamiera desde nuestras propias tripas.
Entonces Nico gritó con todas sus fuerzas. Y corrimos hacia atrás, huyendo de todo eso. Era demasiada tensión para nosotros. Teníamos los nervios destrozados y no dejamos de tiritar hasta un rato después de salir de ese maldito túnel corriendo.
Entonces me di cuenta.
Todos se giraron muy despacio y nerviosos. Tina le tapó la boca a Nico para que no chillase y el Loco comenzó a dar patadas a las piedras y agachándose cogía una piedra y la tiraba hacia el túnel.
Una ráfaga de aire mucho más fuerte salió del túnel y movió la maleza alrededor, haciendo que los animales que había escondidos salieran espantados. Corrimos. Dejamos atrás la piedra, la vía, el gato muerto y los fuegos inmóviles. Íbamos de vuelta a casa. A la seguridad. A los bloques de hormigón y ladrillos. Al calor del verano. A las madres gritando desde los balcones. A las bicicletas. A la realidad.
Pero al volver… Nico tenía razón: algo estaba mal.
Las casas estaban abiertas. Los ladrillos, antaño de un color anaranjado y con una banda marrón separando cada piso, ahora eran grises y la mayoría de las baldosas marrones no estaban. Las ramas de los árboles, rotas. La maleza seca y retorcida. Las ventanas no tenían cristales. Los balcones colgando como bocas desdentadas que nos sonreían grotescas dándonos la bienvenida. Coches volcados. Y ese olor… no a basura ni a gasolina. A algo rancio. A sucio. A vertedero. A miedo.
No había gente.
El barrio era un campo de batalla después de la batalla. El suelo estaba agrietado. El aire, como congelado en una película vieja, con un calor espeso y polvoriento, que hacía que se te pegasen een la piel restos como de ceniza. Y el cielo… el cielo tenía ese color entre rojo y negro.
—¿Dónde están todos? --dije yo.
-- ¿Qué es eso? — dijo mirando al suelo Nico. ¡El suelo está temblando! Nos contemplaba con los ojos almendrados abiertos de par en par. El miedo se reflejaba en su rostro.
Y entonces se oyó el pitido.
Un pitido largo. Antiguo. De esos que ya no existen. Venía de la vía. Venía de donde habíamos estado. Pero más que escucharlo, lo sentimos. En los dientes. En los huesos. En el fondo del estómago.
Nos giramos. Y ya era tarde. Ahí estaba. Sobre nosotros. Un tren que desafiaba el tiempo y la lógica. Un tren imposible. De metal negro, como carbón mojado. Sin conductor. Sin luz. Sin sentido. Flotaba por la vía como un cadáver río abajo. Y venía. Venía por nosotros a toda velocidad.
Intentamos correr. Pero ya estábamos quietos. No podíamos movernos con soltura, Nico intentó nadar esa espesura y se acercó hasta el borde. Intentamos gritar. Pero estábamos mudos. Nos miramos. Gritos inertes flotaban en ese aire espeso y sucio.
El tren nos atravesó.
Y no dolió. No como debería. No como duele cuando algo te rompe todos los huesos del cuerpo o como cuando debe doler si te arrancan el alma. Fue más como un viento frío atravesándonos, como un tirón que nos llevó hacia algo que ya sabíamos. Que, en el fondo ya intuíamos.
Lo supimos por los ojos de un Nico, que se le llenaron de lágrimas sin entender por qué ya no podía vernos si estábamos a su lado.
Lo supimos por la voz del Loco, que dijo “mamá” justo antes de desaparecer.
Lo supimos porque nos vimos allí. En la vía. Quietos. Con la piel abierta y los ojos vacíos. Desde hacía horas. Desde hacía días. No habíamos escapado.
Y la vía… la vía no llevaba a ningún sitio. Porque ya estábamos allí.
A Nico ahora se le puede ver de bar en bar emborrachándose cada día para poder olvidar todo lo que sucedió ese triste día de verano. Ya nunca sonríe. Cuando le insultan, no se inmuta, continúa. Sabe que él, en el fondo, no está allí. Está en lo que antes era la vía. Nuestra vía.
Los jóvenes se ríen de él porque no saben que miró de frente a los ojos de la muerte y volvió para contarlo.
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Escríbeme— Emilio Durán · De entre las raíces
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