Fame antigua
PARTE II
Son ocho, pensó. Una troupe maldita, rio con cinismo. Su mirada se estrechó y su sonrisa se ensanchó. Giró y se esfumó filtrándose en la bruma. Cuando se giraron para despedirse de él no vieron a nadie. Giraron y siguieron adelante.
Efectivamente eran ocho:
Una modelo olvidada por las cámaras mas no por el bisturí.
Un escritor arruinado que contaba siempre las mismas historias a jovencitas neumáticas en las barras de lujosos locales.
Un magnate quebrado que brindaba con champán insulso sobre facturas impagadas.
Una médium de muertos sordos a sus pláticas y súplicas.
Una escultora que había dejado de esculpir porque sus dedos ya no transmitían nada. Nunca lo hicieron.
Un crítico cultural que nunca creyó en el arte y vivía de encumbrar a jóvenes artistas en un intercambio de billetes o fluidos.
Una heredera díscola que no sabía ni lo que había heredado.
Y un director de cine que no filmaba nada desde hacía más de diez años. Olvidado acudía a galas a ver si alguien se fijaba en él, pero todos obviaban su presencia.
Todos habían huido alguna vez. De su familia, de un error, de sí mismos.
Al llegar al barco, los recibió la tripulación contratada por el francés para su primera travesía. Eran tres: el capitán, un camarero y el hijo de este, que hacía las veces de camarero.
Comenzó con entusiasmo. Siguieron mirando la línea de costa en la lejanía. Llegó la hora, dijo el crítico de arte. Como por arte de magia, comenzó la fiesta: las chicas iban embutidas en pequeñísimos vestidos de lentejuelas que ya no brillaban. Los chicos vestían su frac arrugado. Las copas sin hielo. El champán insulso que más parecía pis de gato. La cocaína servida en bandejas de latón. La voz de Sinatra flotando en cubierta sobre un disco rayado y al que no hacían caso. No vieron la preocupación del capitán al observar que la brújula giraba sin descanso. Nadie oyó cómo la sirena del barco sonaba sola haciendo que el cocinero y un camarero salieran de la cocina con la cara desencajada.
Ninguno de ellos notó que la luna llena les daba la espalda. Eran inmunes al miedo que había en el puente de mando y en la cocina. Cuando el camarero salía, lo hacía con movimientos erráticos, como si de un borracho se tratase. No parpadeaba. Miraba con cara extraña.
El capitán sintió un miedo indescriptible al descubrirse encerrado en la cabina de mando. Trató de mover el timón, pero no pudo. Abrió mucho los ojos y se quedó sin aliento por el esfuerzo realizado. Tembló de ira y terror al verse incapaz de hacer nada. No me merezco esto, repitió una y otra vez en gritos mudos. Se acurrucó en un rincón y se abrazó las rodillas mientras se balanceaba.
La tormenta llegó la tercera noche de travesía.
Apareció de improviso. Una terrible tormenta que ningún radar predijo. Las nubes ocupaban sólo el perímetro del barco, por mucho que se agitase. El mar rugió como bestia acorralada. El cielo descendió cual telón oscuro. Los relámpagos eran fogonazos de grietas horizontales. Rasgaban la oscuridad. El viento soplaba feroz y helado. Ellos temblaban de frío. La tensión se hizo casi física. El terror corpóreo. No tenían noción alguna del tiempo transcurrido. Podía ser que hubiera pasado un segundo, una hora o una semana.
El silencio hizo su aparición tan repentinamente que provocó náuseas y mareos y dio con los huesos de todos en el suelo.
La radio crepitó dejando de sonar repentinamente. Las voces se amortiguaron. Para escuchar al de al lado tenía que gritar hasta descoyuntarse. Las agujas de los relojes que había en los camarotes giraban sin cesar. La brújula se volvió loca. El agua potable borboteó en una espiral de colores negro y rojo. Sabía a óxido y sangre. La escultora que se llevó un vaso de agua a los labios, la escupió asqueada. El generador echaba humo. Ardía sin combustible. El sol siguió oculto. Olvidándose de salir. Temiendo hacerlo, quizá.
Los primeros en desaparecer fueron los tripulantes contratados: el capitán dejó su gorra sobre el timón y se diluyó en su puesto de mando dejando una nube de vapor; el cocinero se disolvió en el humo de su caldo y el camarero que le fue a abrazar desapareció con él.
Nadie se dio cuenta. Nadie gritó. Nadie regresó.
El barco crujía. Y la madera en un ronco tono, primero ininteligible y paulatinamente con mayor nitidez, un mensaje. Era como un mantra. Cuando entendieron lo que decía se quedaron estupefactos.
—Sois náufragos de vosotros mismos.
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Este es el final de la segunda parte, la tercera y última llegará la semana que viene. Es el momento en que comienza la cacería, ¿te lo vas a perder?
Lee este relato y al acostarte… no mires debajo de tu cama ni dejes el armario abierto.
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