Fame antigua
En cada barrio hay una ventana que nadie debe mirar.
Era un barrio normal. Anodino. Que vivía su cotidianidad sin ningún sobresalto. Cada cual llevaba a cabo su labor de un modo mecánico. Se saludaban más por costumbre que por educación o compromiso. Los comercios bullían y el rumor de las calles se podía prever. Un observador avezado podría describir, sin margen de error, lo que sucedía en cada momento solo con escuchar el rumor del barrio. Como digo: era un barrio normal. Demasiado normal.
Las persianas de los comercios comenzaban su desasosegarte chirrido todos los días a las ocho en punto. El olor de la tahona panadería inundaba las calles del barrio a las ocho y cinco. El camión de la basura, en cambio, llegaba cada día a una hora distinta. Pero siempre era tarde. Total, era de fuera. La cafetería iniciaba su ronda de cofrades ruidosos a las ocho y media. Los clientes caminaban solitarios y cabizbajos a la llegada, pero al encontrar a sus conocidos, sonreían y comenzaban una conversación que muchas veces continuaba en la calle.
En la esquina, por ejemplo, los jubilados solían hablar de la última gesta de su equipo de fútbol. Quitando mérito a las del equipo rival. Provocando algunas discusiones que se zanjaban con fuertes carcajadas y una partida de dominó en las mesas del parque. Las madres llevaban a los niños al colegio. Estos iban jugando y correteando por todas partes. Mientras ellas corrían con prisa y ojeras tras ellos. Los perros olían los mismos árboles. Daban las mismas vueltas y dejaban los mismos campos minados.
Todo seguía el mismo orden. La misma cadencia. El mismo latido vital que se prolongaba hasta la hora de cierre. El vaivén de almas sucediéndose por la calle era incesante. Los ruidos solo eran silenciados por los truenos y el rumor de las lluvias, pero la nieve o el sol no arruinaba la vitalidad ordinaria del barrio. Todo seguía su curso. Incansable. Previsible. Pero esa normalidad a su vez tenía algo de refugio. Los vecinos se sentían a salvo en su cotidianidad.
Hasta que se miraba la cuarta ventana empezando por la izquierda del tercer piso del bloque número 24. Era una torre de viviendas, la más alta del barrio, y los vecinos comenzaron a llamarla: la colmena. Hasta que la normalidad engulló a los nuevos vecinos. En ese instante fueron considerados vecinos de pleno derecho. Pero si te fijabas bien ahí estaba la ventana. En la ventana, tras las cortinas, el niño. Siempre en pijama. Siempre quieto. Con los ojos muy abiertos y moviendo los labios. Siempre con las manos rojas.
—Pintura —decía rápidamente la madre cuando alguien miraba demasiado rato hacia la ventana.
Lo decía antes de que nadie preguntara. Se sentía interrogada por las miradas de los demás. Trataba de dotar a su voz de cierta normalidad, pero le temblaba levemente. Lo decía sonriendo, pero con una sonrisa rara, huidiza. Siempre iba con prisa, y se marchaba tan rauda como había llegado. Llegaba, miraba a los vecinos y, como si repitiera una frase de memoria o un mantra, sonreía y la decía. Los vecinos la miraban con pena al verla marchar. Era una tristeza que su hijo tuviera tantos problemas.
El padre, en cambio, saludaba a todos. Era más bravucón y divertido. Era un tipo muy grande, lo que le otorgaba una posición de poder frente a los demás. Lo miraban con respeto y cuidado. Algunos con pena. Pero siempre le respondían con educación. Con esa educación que esconde preguntas que nadie quiere hacer. Que nadie se atreve a preguntar. Cuando dejaba atrás a los vecinos y sus palabras se quedan flotando en el aire, volvía a casa. Antes de cruzar la calle para entrar al portal, volvía a echar una mirada furtiva a la ventana.
El niño seguía ahí. Sus ojos impasibles y muy abiertos. Su boca curvada en una sonrisa extraña. Los labios moviéndose. No giraba el cuello, eran sus ojos los que iban de un lado a otro mirando la calle. Fijándose en los vecinos. Posando su mirada en unos y otros. Sin parpadear. Observaba todo lo que ocurría. Se limitaba solo a mirar desde su atalaya en la ventana. Siempre a oscuras. Si su madre encendía la luz del pasillo, su figura se hacía visible en la ventana recortándose en medio de un haz de luz.
Una tarde el niño frunció el ceño. Miraba nerviosamente la calle arriba y abajo. Pero no había rastro de él. Esa tarde todo cambió en el barrio. Porque el camión de la basura no pasó. El olor a basura quedó flotando en la calle, denso, pegajoso. La gente ponía cara de asco y cruzaba más rápido de lo normal huyendo de ese tufo insalubre. Las vecinas hablaban más bajo esos días.
El niño seguía en la ventana. Entornando los ojos. Fijando su mirada en un punto más allá del limite de su visión. Los labios quietos, fruncidos y las ventanas de la nariz oscilando. Ya no llevaba pijama, pero siempre tenía sus manos sucias. Siempre manchadas. Rojas. Siempre estaban rojas.
El padre empezó a llegar tarde a casa. Sus pasos eran más pesados y ya no tenía esa gracia. No era capaz de ver más allá de la solapa de su raída chaqueta. Los zapatos, antaño impolutos, ahora estaban desgastados y rozados porque arrastraba los pies. Pero ya era demasiado tarde. En el portal, el eco de sus pasos sonaba distinto, como si alguien más caminara con él.
Una noche, los vecinos escucharon un golpe seco. Pero nadie quiso saber nada. Alguna luz de una u otra ventana se encendió, pero en seguida se volvió a apagar sumiendo el edificio en la oscuridad más absoluta. Después silencio. Un inquietante y sombrío silencio. Un silencio precedido de un gran ¡GLOB! El mismo silencio que hace el mar cuando se traga a alguien.
La madre salió a tender como cada domingo a medianoche. Todos los domingos a media noche era hora de tender. Se secan mejor en noches de luna llena, pensó. Pero bueno. Mientras no llueva. Iba colocando cuidadosamente cada pinza. Estaba atenta a cada ruido que pudiera llegar a sus oídos. Tenía una sábana con las que tapaba lo tendido. Las colgaba con cuidado, como si fuera algo normal.
Definitivamente, se secan mejor con la luna, murmuró. En cada pinza había una uña. Limpia. Pequeña.
El padre ya no bajó al bar. Ni fue al trabajo. Ni a misa.
La madre seguía hablando sola por el pasillo. “Pintura”, decía sin que preguntasen. “Solo pintura.”
Al sentir llegar a su madre, el niño giró el cuello y asintió con la cabeza. Ella lo miró nerviosa. El niño empezó a sonreír. Una sonrisa nueva, ordenada, demasiado perfecta. Un escalofrío recorrió la espalda de la madre. Pero ya fue muy tarde. Cuando se giró para salir del cuarto del chico, un nuevo golpe inundó el barrio. Otra vez las luces titilaron. Otra vez todo sumido en el silencio. El niño continuaba sonriendo. Una sonrisa feroz. Como si le hubieran limado los dientes.
Cuando la policía entró en la casa, el niño estaba sentado en el suelo, rodeado de frascos. El olor era insoportable. Los más rudos policías se taparon la cara e hicieron esfuerzos para no vomitar. El cadáver de la madre colgaba bocabajo en el ciarte de baño, en un gancho de matadero que instalaron sobre la bañera, Que estaba roja y no era pintura.
Al mirar los frascos, vieron que las uñas eran clasificadas por olor, sabor, edad y una pequeña frase escrita con letra de niño revelaba un recuerdo de cada uno de ellos… en el armario, encontraron el traje de uno de los basureros y en el congelador había grandes trozos de carne envasados al vacío. Cogieron al niño y siguió con la mirada perdida y moviendo los labios. Al acercarse, el guardia más mayor pudo escuchar la canción que cantaba. Su inocente vocecita decía:
Uno, dos, coge la uña.
Tres, cuatro, límpiala despacio.
Cinco, seis, la luna las seca.
Siete, ocho, van al frasco.
Nueve, diez, el siguiente eres tú.
Un escalofrío recorrió la espalda del veterano guardia al ver los ojos del niño fijos en él y una sonrisa en los labios.
Frase que reverbera — como un eco donde duele.
Cierre: deja herida abierta, una invitación sin promesa de alivio.
Lee este relato y al acostarte… no mires debajo de tu cama ni dejes el armario abierto.
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