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Fame antigua

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Al pie del pozo negro. La galería número tres del pozo rugió como si algo se hubiera despertado de golpe. Las entrañas de la montaña exhalaron su aliento de fuego y grisú. Una explosión seca y brutal partió la roca. Arrastrando una oleada de polvo de muerte que corrió como la pólvora por los túneles. Era como si un animal furioso quisiera dar buena cuenta de todos los mineros. Todo el pueblo se agolpó en la bocamina esperando a sus hombres. Aquel esperaba a su hermano, la otra a sus hijos, esta a su marido y la niña esperaba a su padre. Todos lloraban rezando a gritos para que Dios pudiera salvarlos. Los primeros hombres fueron apareciendo por su propio pie, con lágrimas en los ojos, boqueando como pez fuera del agua y señalando hacia abajo sin poder hablar. Algunos se tiraron al suelo exhaustos, otros trataron de respirar abrazados a los suyos. La niña no veía aparecer a su padre y el dolor fue oprimiendo su joven pecho. Cuando subieron los cuerpos, la lluvia dejó de caer...

Seis, seis, seis

El último tic

La persistencia de la memoria, Dalí


En la estación no había nadie. El silencio absoluto embotó su cerebro. Se detuvo y miró alrededor extrañado. Alzó su muñeca para mirar el reloj y parecía no funcionar. Se lo llevó al oído por escuchar el tic tac, pero descubrió que el latido era lento, muy lento. Volvió a mirar alrededor decidiendo qué camino tomar. Unas nubes a lo lejos presagiaban tormenta. Cogió su maleta y comenzó a caminar. 


El viajero deambuló por el pueblo desierto, bajo un cielo que parecía haberse olvidado de moverse. No había viento ni sonidos. Nada. Las fachadas se desmoronaban como piel seca, y el viento olía a polvo antiguo. Algunas ventanas sacadas de sus marco se movían pero no chirriaban. Frunció extrañado el ceño. No recordaba dónde había ido; sólo que necesitaba huir. Dejar todo atrás. Pero no recordaba qué debía dejar atrás ni de qué estaba huyendo.


En una colina desde la que se divisaba todo el pueblo se alzaba un edificio orgulloso.  Estaba situada en la calle que ascendía hacia el cementerio. Era una  bocacalle salida de la principal, empezaba siendo perpendicular, pero a mitad de camino se encorvada sobre sí misma como si hubiera envejecido esperándolo, y ascendía en paralelo hasta el cementerio. 


Un cartel medio desvencijado y silenciosamente oscilante, decía “Hos… tal  hora”. Cuando leyó las palabras ininteligibles del cartel en alto, sobrevino el ruido. Parecía que habían subido de pronto el volumen de cuando ocurría a su alrededor. Echo a andar y el eco de su propio paso parecía demasiado fuerte.


La mujer que abrió la puerta no saludó ni hizo gesto alguno. Tenía la tez macilenta, el gesto adusto y los ojos pálidos, de un gris traslúcido. Cuando habló, una voz que parecía haber sido usada por otros antes que ella, emergió del pozo de su garganta.


— ¿Y bien?

— Una habitación —dijo él.


Ella asintió y le entregó una llave en un llavero de madera que tenía un número toscamente grabado a mano: 6. No le dijo precio, ni le dio instrucciones, ni la  bienvenida. Se limitó a alargar el brazo hasta entregarle la llave. Señaló con un gesto de la cabeza el pasillo que tenía el viajante a su espalda, se giró y se marchó.


El olor del pasillo le hizo detener sus pasos instintivamente antes de entrar. Era un cálido y pastoso olor a metal oxidado y humedad rancia que se alojaba en el fondo del paladar. Las bombillas titilaban como si no quisieran comprometerse del todo de la lucha entre la luz y las sombras. Llegó al final del pasillo y otro pasillo extrañamente largo se abrió ante él. Siguió caminando preguntándose cómo un edificio que no era grande en absoluto podría albergar en su interior semejantes pasillos. Siguió el curso de sus pensamientos, pero no lograba recordar por qué llegó hasta ahí. Ni qué dejaba atrás. Cuando llegó a su altura, sacó la llave y antes de acercarla a la cerradura, la puerta de la habitación se abrió con un gemido.


Adentro, lo primero que llamaba la atención eran los relojes. La ingente cantidad de relojes. Colgados todos en las paredes. Eran todo tipo de relojes: desde digitales y pequeños hasta enormes relojes de cuco. Lo siguiente que llamó su atención fue la luz mortecina y débil que iluminaba la estancia. Pero lo que inquietaba era el denso silencio que lo inundaba todo. Se descubrió de pie en medio de la estancia con la mochila a sus pies observando los relojes.  Habla cientos, quizá miles o decenas de miles. De todo tipo: de péndulo, de bolsillo, de cuco, digitales, de arena, algunos sin agujas. Pero, eso sí, todos parados. Se habían detenido el 6 de junio, a las 6:06. Trató de salir de la habitación, pero el pomo no giraba. Gritó y no emitió sonido alguno. Un escalofrío recorrió su espalda y llorando se acurrucó en la cama. 


Algo cambió de improviso. Primero fue un leve tic aislado. Luego otro. Como si un enfermo comatoso estuviera volviendo lentamente a la vida. Los tics fueron aumentando de volumen envolviéndole por completo y como si lo sacudiera físicamente. De pronto, todos los relojes empezaron a moverse enloquecidos... las manecillas giraban, las señales luminosas de los relojes digitales parpadeaban al mismo ritmo enloquecido.


Todo parecía formar parte de una coreografía frenética, invertida, como si el tiempo contara hacia un punto que nadie debía alcanzar. El viajero se sintió muy cansado e intentó dormir, pero el sonido a su alrededor era insoportable, un océano de segundos desandando su curso. Se tapó los oídos con la almohada y gritó hasta que su voz se quebró. Frunció sus ojos cerrándolos. Entonces los vio.


Un soldado con un uniforme raído, muy desgastado y manchado de barro y sangre seca. Lo observaba con una mirada hueca. A su lado, sentada al pie de la cama, una mujer de los años 50, con un vestido floreado manchado de algo oscuro bajo la barbilla. Un niño de rostro pálido y ropas victorianas sujetaba un reloj de bolsillo sin tapa sonriéndole. Cada uno estaba en una habitación idéntica a la suya y a la vez estaban también junto a él. Cada uno parecía despertar y dormir a la vez. Quizá estuvieran muertos. O, la lógica así lo decía, estuvieran disfrazados. Trato de hablar, pero las paredes se fundieron en una especie de niebla sonrosada y quedó suspendido en medio de una nube del mismo color.

"...el sonido a su alrededor era innsoporatble, un océano de segundos..."

Comprendió —sin saber cómo— que la habitación era  un mecanismo y no un lugar. Cada huésped era una pieza dentro de un engranaje superior que movía las manecillas de un reloj mayor. Mucho mayor. Permanecer allí significaba dar un impulso al engranaje: tiempo, memoria, identidad. Algunos se despertaban envejecidos; otros, en cambio, rejuvenecidos hasta la infancia. Algunos… simplemente dejaban de tener forma y se transformaban en niebla. Cuando el viajero encendió la lámpara, descubrió  que los rostros de los otros huéspedes habían desaparecido… pero sus relojes permanecían sobre la mesa. El tic tac que provenía de cada uno de esos relojes se fue deteniendo. Cuando el último de ellos se detuvo, se silenciaron todos los demás sumiéndolo de nuevo en un silencio sepulcral.


Cuando el amanecer —o una luz que se le parecía— entraba por la ventana, la puerta se entreabrió y el viajero, sin pensarlo, decidió huir. Corrió por el pasillo sin mirar atrás, tropezando con sombras que parecían observarlo. Se chocaba con los personajes que le habían observado traspasándolos sin problema. La recepción, en ruinas y sucia, estaba vacía. Todas las llaves que colgaban del tablero llevaban la marca de un número 6.


Salió a la calle y comenzó a bajar la cuesta. El pueblo seguía desierto. Con una quietud sobrecogedora que parecía observarlo. A lo lejos, pudo ver de nuevo la estación de tren. Al aproximarse, vio que la vía conducía hacia un horizonte blanco. Subió al primer vagón de un salto. El sonido del metal le trajo un recuerdo muy lejano, que le pareció familiar. Abrió la puerta del siguiente vagón buscando asiento.


Y la encontró. Era el asiento número 6. Un escalofrío le sacudió de arriba abajo. 

Miró su reloj, las manecillas continuaban inmóviles. El aire se espesó. El viajero entendió, finalmente, que el escape era imposible. Ese impulso formaba también parte del mecanismo que lo movía todo. El tiempo lo había asimilado. Cuando llegara otro huésped, seria él quien lo observara desde la cama junto al niño, la mujer, el soldado y los otros. Convirtiéndose en una sombra del tiempo. En un eco del pasado, presente y futuro. Pero nunca supo de qué huía. 


Lee este relato y al acostarte… no mires debajo de tu cama ni dejes el armario abierto.

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Estás en el subsuelo, donde habitan las raíces, el lugar en el que este blog escarba hacia el infierno y escupe lo que encuentra. Aquí no hay frases bonitas, ni de autoayuda, ni vamos a colorear mandalas. Solo literatura oscura, crítica sin trinchera, dolor crónico y verdad sin anestesia. Si no te gusta, sigue perdiendo el tiempo con jueguecitos insulsos. Pero si algo de esto te remueve… ya no habrá marcha atrás.

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