Fame antigua
Convivir con el dolor crónico.
No hubo consuelo posible después de aquellas palabras. Durante semanas, Tomás se rebeló con todas sus fuerzas. Rehabilitación. Acupuntura. Pilates. Natación terapéutica. Masajes. Respiración consciente. Lo probó todo —absolutamente todo— con la obstinación de quien aún cree que lo imposible puede doblegarse por insistencia. Pero la evidencia terminó por derrotarlo. Cada intento fallido añadía un peso más a su espalda, justo encima del dolor físico, como si se fueran acumulando pequeñas losas invisibles.
Había dejado de hacer planes con los amigos. No podía comprometerse a nada porque siempre, siempre, sin excepción, el dolor encontraba un modo de recordarle que él no mandaba. Si planeaba algo, cualquier cosa —un café, un paseo, un cine—, la espalda se inflamaba, ardía, latía con una cadencia cruel que lo hundía de nuevo. Así que aprendió a vivir al día, a decidir sobre la marcha, a moverse en la incertidumbre. Un modo de evitar engaños, pero también de evitar esperanzas.
Desde hacía años, Tomás no recordaba un solo día sin aquel ardor persistente en la espalda. Había empezado como una simple molestia: un pinchazo intermitente, un hormigueo que aparecía cuando pasaba demasiado tiempo sentado. Poco después, llegó la propuesta del neurocirujano: implantar un neuroestimulador medular. La desesperación, pensó, nos lleva a aceptar cualquier cosa que prometa un poco de alivio.
Aceptó.
Durante las primeras semanas, creyó haber vencido. El neuroestimulador le proporcionaba un cosquilleo leve, casi agradable, que sustituía temporalmente al dolor neuropático. Incluso sonrió algunos días. Pero su alegría duró poco. El dolor regresó —primero como un murmullo, luego como un quejido, finalmente como una espada candente que parecía moverse por dentro—, y regresó con más fuerza, como si estuviera ofendido por haber intentado callarlo.
El dolor era un hilo incandescente que atravesaba su piel y se enroscaba alrededor de la columna, trepando por cada vértebra hasta instalarse en la base del cráneo. Lo dejaba sin aire, sin fuerzas, sin mundo. Y seguía allí aun cuando intentaba dormir. Aunque dormir, dormir realmente, hacía ya mucho que no podía.
Se despertaba entre cuatro y cinco veces cada noche. Sudores fríos. Calor excesivo. Escozor. Un latido profundo —ajeno— que no podía ignorar. A veces, incluso al abrir los ojos, sentía que la espalda estaba… distinta. Más caliente. Más tensa. Más viva. Como si respirara.
Todo cambió una noche.
Fue cuando el dolor palpitaba con una insistencia nueva, casi obsesiva. Estaba tumbado boca arriba, incapaz de encontrar postura. La habitación tenía una lámpara de luz amarilla que proyectaba sombras blandas sobre el techo. Y entonces, entre los latidos del dolor, escuchó algo.
Un deslizamiento leve, como un pensamiento que no terminaba de ser suyo. Una vibración apenas perceptible, alojada justo en la columna.
Y luego, un susurro:
—¿Otra vez sin dormir?
Tomás se incorporó de golpe. Miró a su alrededor. La habitación estaba vacía. Solo el parpadeo lento de la lámpara. Sólo él y el silencio. Pensó que eran imaginaciones propias del agotamiento, un efecto más del insomnio crónico.
Al principio, la voz parecía amable.
Luego, empezó a exigir cosas:
La voz sabía cosas que él no había dicho. Recordaba nombres de médicos que Tomás ya había olvidado. La fecha exacta del accidente en la escalera que le destrozó la espalda. Incluso los pensamientos que cruzaban su mente antes de quedarse a medias dormido.
A veces lo consolaba:
—Tranquilo. No estás solo. Yo estoy contigo.
Pero otras, se volvía cruel:
—Si intentas ignorarme, voy a gritar desde dentro.
Pasaron semanas. La voz comenzó a arrullarlo suavemente hasta que lograba dormirse. Era un sonido meloso, tranquilizador, casi maternal.
Hasta que dejó de serlo.
Llegó un punto en que, cada vez que Tomás intentaba moverse, la voz lo detenía con un murmullo calmado:
—Quieto. No tienes que hacer nada. Aquí estás bien.
El arrullo empezó a infiltrar su rutina. A moldear sus decisiones. Dejó de salir de la habitación. Apagó el móvil. Empezó a temerle al mundo exterior, a todo lo que pudiera alterarlo. La voz era su única compañía. Su única explicación. Su única guía.
Porque había algo profundamente verdadero, casi íntimo, en cada una de sus palabras.
Un día, en la sala de espera de la unidad del dolor del hospital, conoció a Clara. Ella estaba en una silla de ruedas. Tenía una cicatriz gruesa en el cuello, como un trazo de bisturí que se hubiera quedado sin cerrar del todo.
Su mirada era serena. No triste. No derrotada. Serenísima, como si hubiera aceptado algo que los demás todavía se esforzaban por negar.
—Yo perdí el dolor una vez —dijo ella, sin que él preguntara—. Fue durante una cirugía. Cuando desperté, no sentía nada. Ni frío, ni calor, ni presión. Nada… y tampoco sabía quién era. Estuve desaparecida unos segundos. Regresé solo cuando el dolor volvió.
Tomás la miró sin saber qué responder.
Clara sonrió, como si leyera su incredulidad.
—El dolor es un huésped. Si lo aceptas, te acompaña sin destruirte. Si lo combates… bueno, ya lo sabes.
Esa noche, Tomás recordaba las palabras de Clara mientras la voz murmuraba suave en la columna, como si hubiera estado escuchando aquella conversación.
Tomás sintió un escalofrío. Aquello —esa idea— no era la voz. Era suyo. Era un pensamiento propio, pero tan enterrado, tan profundo, tan primitivo, que nunca lo había formulado. La voz solo lo había desenterrado.
—Pe… pero yo… —intentó decir.
—No intentes engañarme —lo interrumpió la voz—. Lo sé todo de ti.
El ardor se extendió por su espalda, por el tórax, por los brazos, como si algo respirara dentro de él. Intentó gritar, pero no pudo. La voz le ahogó el pensamiento.
—No me diste nombre —susurró—, pero te hablaba desde siempre.
En los días siguientes, la voz dejó de limitarse a la noche. Tomás la escuchaba mientras desayunaba, mientras intentaba trabajar, mientras caminaba por el pasillo, mientras trataba de concentrarse en un libro.
Cada palabra era un ancla. Cada susurro, una cuerda alrededor de sus vértebras. La voz ya no reaccionaba al dolor: ella era el dolor. Y el dolor era él.
Intentó distraerse con música, con películas, con paseos breves, con ejercicios suaves. Nada servía. La voz estaba agazapada, esperando cada silencio, cada pausa, cada respiro.
Era un diálogo secreto que nadie más podía entender.
Pero sí había alguien más que lo había entendido: Clara.
Una noche, el viento golpeaba las ventanas y la lámpara parpadeaba con un temblor irregular. Tomás estaba acostado de lado, con una mano sobre la espalda, como si pudiera contener la presión que crecía allí dentro.
La voz habló con una claridad absoluta:
—Escucha, Tomás. No hay distancia entre nosotros. No puedo abandonarte.
—Porque… si desapareces… —susurró él, ya sin fuerza— yo también desaparezco.
—Es tu oportunidad —dijo la voz—. Si dejas de luchar. Si me aceptas. Si nos haces uno.
No sonaba amenazante. Sonaba… amorosa.
El ardor subió por toda la columna. Le recorrió la nuca. Le llenó la boca de un sabor metálico. Él cerró los ojos. Quiso relajarse. Quiso entregarse por completo. Y al hacerlo, sintió algo parecido a una paz antigua, primitiva, que llevaba años esperando.
—Está bien —dijo, casi sin voz—. Te acepto.
A la mañana siguiente, los médicos revisaron su cuerpo. El neuroestimulador seguía funcionando. No había inflamación. No había lesión nueva. No había nada fuera de lo normal.
Nada, excepto su cuerpo completamente inmóvil.
Tenía una expresión que confundió a todos: una mezcla de alivio y de comprensión plena.
La enfermera llamó a los médicos una segunda vez. Había algo más.
Horas después, cuando entraron sus padres, notaron algo extraño. En la silla, frente a la cama, había quedado un pequeño papel doblado que nadie recordaba haber dejado ahí.
Era la tarjeta de la paciente llamada Clara.
Pero algo no encajaba.
Y entonces, en la quietud absoluta de la habitación, con su cuerpo paralizado y su mente entera rendida a esa nueva compañía, Tomás comprendió —por fin— lo que llevaba años susurrándole la voz:
Y por primera vez en mucho tiempo, sonrió con sinceridad.
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