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Fame antigua

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Al pie del pozo negro. La galería número tres del pozo rugió como si algo se hubiera despertado de golpe. Las entrañas de la montaña exhalaron su aliento de fuego y grisú. Una explosión seca y brutal partió la roca. Arrastrando una oleada de polvo de muerte que corrió como la pólvora por los túneles. Era como si un animal furioso quisiera dar buena cuenta de todos los mineros. Todo el pueblo se agolpó en la bocamina esperando a sus hombres. Aquel esperaba a su hermano, la otra a sus hijos, esta a su marido y la niña esperaba a su padre. Todos lloraban rezando a gritos para que Dios pudiera salvarlos. Los primeros hombres fueron apareciendo por su propio pie, con lágrimas en los ojos, boqueando como pez fuera del agua y señalando hacia abajo sin poder hablar. Algunos se tiraron al suelo exhaustos, otros trataron de respirar abrazados a los suyos. La niña no veía aparecer a su padre y el dolor fue oprimiendo su joven pecho. Cuando subieron los cuerpos, la lluvia dejó de caer...

El huésped

Convivir con el dolor crónico.

El huésped-vida de Emilio Durán con dolor crónico


Recordaba cada día el momento exacto en que el médico pronunció la frase que partió su vida en dos:
“Tiene que aprender a vivir con dolor. Le acompañará el resto de su vida.”

No hubo consuelo posible después de aquellas palabras. Durante semanas, Tomás se rebeló con todas sus fuerzas. Rehabilitación. Acupuntura. Pilates. Natación terapéutica. Masajes. Respiración consciente. Lo probó todo —absolutamente todo— con la obstinación de quien aún cree que lo imposible puede doblegarse por insistencia. Pero la evidencia terminó por derrotarlo. Cada intento fallido añadía un peso más a su espalda, justo encima del dolor físico, como si se fueran acumulando pequeñas losas invisibles.

Había dejado de hacer planes con los amigos. No podía comprometerse a nada porque siempre, siempre, sin excepción, el dolor encontraba un modo de recordarle que él no mandaba. Si planeaba algo, cualquier cosa —un café, un paseo, un cine—, la espalda se inflamaba, ardía, latía con una cadencia cruel que lo hundía de nuevo. Así que aprendió a vivir al día, a decidir sobre la marcha, a moverse en la incertidumbre. Un modo de evitar engaños, pero también de evitar esperanzas.


El ardor persistente

Desde hacía años, Tomás no recordaba un solo día sin aquel ardor persistente en la espalda. Había empezado como una simple molestia: un pinchazo intermitente, un hormigueo que aparecía cuando pasaba demasiado tiempo sentado. Poco después, llegó la propuesta del neurocirujano: implantar un neuroestimulador medular. La desesperación, pensó, nos lleva a aceptar cualquier cosa que prometa un poco de alivio.

Aceptó.

Durante las primeras semanas, creyó haber vencido. El neuroestimulador le proporcionaba un cosquilleo leve, casi agradable, que sustituía temporalmente al dolor neuropático. Incluso sonrió algunos días. Pero su alegría duró poco. El dolor regresó —primero como un murmullo, luego como un quejido, finalmente como una espada candente que parecía moverse por dentro—, y regresó con más fuerza, como si estuviera ofendido por haber intentado callarlo.

Nada servía.
Ni analgésicos.
Ni fisioterapia.
Ni masajes de tejido profundo.
Ni las terapias alternativas que prometían “resetear el sistema nervioso”.

El dolor era un hilo incandescente que atravesaba su piel y se enroscaba alrededor de la columna, trepando por cada vértebra hasta instalarse en la base del cráneo. Lo dejaba sin aire, sin fuerzas, sin mundo. Y seguía allí aun cuando intentaba dormir. Aunque dormir, dormir realmente, hacía ya mucho que no podía.

Se despertaba entre cuatro y cinco veces cada noche. Sudores fríos. Calor excesivo. Escozor. Un latido profundo —ajeno— que no podía ignorar. A veces, incluso al abrir los ojos, sentía que la espalda estaba… distinta. Más caliente. Más tensa. Más viva. Como si respirara.


La visita

Todo cambió una noche.

Fue cuando el dolor palpitaba con una insistencia nueva, casi obsesiva. Estaba tumbado boca arriba, incapaz de encontrar postura. La habitación tenía una lámpara de luz amarilla que proyectaba sombras blandas sobre el techo. Y entonces, entre los latidos del dolor, escuchó algo.

No era exactamente un sonido.
Era una presencia.

Un deslizamiento leve, como un pensamiento que no terminaba de ser suyo. Una vibración apenas perceptible, alojada justo en la columna.

Y luego, un susurro:

—¿Otra vez sin dormir?

Tomás se incorporó de golpe. Miró a su alrededor. La habitación estaba vacía. Solo el parpadeo lento de la lámpara. Sólo él y el silencio. Pensó que eran imaginaciones propias del agotamiento, un efecto más del insomnio crónico.

Pero a la noche siguiente, volvió.
Y a la siguiente.
Y a la siguiente.

Al principio, la voz parecía amable.

—Bebe agua.
—Respira hondo.
—No tenses tanto los hombros.
—Cambia de postura.

Luego, empezó a exigir cosas:

—Deja la luz encendida.
—No mires por la ventana cuando escuches ruidos.
—No le cuentes a nadie que hablamos.

La voz sabía cosas que él no había dicho. Recordaba nombres de médicos que Tomás ya había olvidado. La fecha exacta del accidente en la escalera que le destrozó la espalda. Incluso los pensamientos que cruzaban su mente antes de quedarse a medias dormido.

A veces lo consolaba:

—Tranquilo. No estás solo. Yo estoy contigo.

Pero otras, se volvía cruel:

—Si intentas ignorarme, voy a gritar desde dentro.

Y lo hacía.
El dolor subía como una corriente eléctrica, como un animal atrapado que mordía desde la médula.


La voz que arrulla

Pasaron semanas. La voz comenzó a arrullarlo suavemente hasta que lograba dormirse. Era un sonido meloso, tranquilizador, casi maternal.

Hasta que dejó de serlo.

Llegó un punto en que, cada vez que Tomás intentaba moverse, la voz lo detenía con un murmullo calmado:

—Quieto. No tienes que hacer nada. Aquí estás bien.

El arrullo empezó a infiltrar su rutina. A moldear sus decisiones. Dejó de salir de la habitación. Apagó el móvil. Empezó a temerle al mundo exterior, a todo lo que pudiera alterarlo. La voz era su única compañía. Su única explicación. Su única guía.

Y lo más inquietante era que no discutía con ella.
No podía.

Porque había algo profundamente verdadero, casi íntimo, en cada una de sus palabras.


Clara

Un día, en la sala de espera de la unidad del dolor del hospital, conoció a Clara. Ella estaba en una silla de ruedas. Tenía una cicatriz gruesa en el cuello, como un trazo de bisturí que se hubiera quedado sin cerrar del todo.

Su mirada era serena. No triste. No derrotada. Serenísima, como si hubiera aceptado algo que los demás todavía se esforzaban por negar.

—Yo perdí el dolor una vez —dijo ella, sin que él preguntara—. Fue durante una cirugía. Cuando desperté, no sentía nada. Ni frío, ni calor, ni presión. Nada… y tampoco sabía quién era. Estuve desaparecida unos segundos. Regresé solo cuando el dolor volvió.

Tomás la miró sin saber qué responder.

Clara sonrió, como si leyera su incredulidad.

—El dolor es un huésped. Si lo aceptas, te acompaña sin destruirte. Si lo combates… bueno, ya lo sabes.

Esa noche, Tomás recordaba las palabras de Clara mientras la voz murmuraba suave en la columna, como si hubiera estado escuchando aquella conversación.

—¿Ya lo entiendes? —le susurró.
—¿Qué cosa? —preguntó él.
—Que no puedes deshacerte de mí. Si me apagas, tú también te apagarás.

Tomás sintió un escalofrío. Aquello —esa idea— no era la voz. Era suyo. Era un pensamiento propio, pero tan enterrado, tan profundo, tan primitivo, que nunca lo había formulado. La voz solo lo había desenterrado.

—Pe… pero yo… —intentó decir.

—No intentes engañarme —lo interrumpió la voz—. Lo sé todo de ti.

El ardor se extendió por su espalda, por el tórax, por los brazos, como si algo respirara dentro de él. Intentó gritar, pero no pudo. La voz le ahogó el pensamiento.

—No me diste nombre —susurró—, pero te hablaba desde siempre.


La expansión del dolor

En los días siguientes, la voz dejó de limitarse a la noche. Tomás la escuchaba mientras desayunaba, mientras intentaba trabajar, mientras caminaba por el pasillo, mientras trataba de concentrarse en un libro.

—No te olvides de mí —repetía la voz.
—No puedes. No debes.

Cada palabra era un ancla. Cada susurro, una cuerda alrededor de sus vértebras. La voz ya no reaccionaba al dolor: ella era el dolor. Y el dolor era él.

Intentó distraerse con música, con películas, con paseos breves, con ejercicios suaves. Nada servía. La voz estaba agazapada, esperando cada silencio, cada pausa, cada respiro.

Era un diálogo secreto que nadie más podía entender.

Pero sí había alguien más que lo había entendido: Clara.


Aceptación

Una noche, el viento golpeaba las ventanas y la lámpara parpadeaba con un temblor irregular. Tomás estaba acostado de lado, con una mano sobre la espalda, como si pudiera contener la presión que crecía allí dentro.

La voz habló con una claridad absoluta:

—Escucha, Tomás. No hay distancia entre nosotros. No puedo abandonarte.

—Porque… si desapareces… —susurró él, ya sin fuerza— yo también desaparezco.

—Es tu oportunidad —dijo la voz—. Si dejas de luchar. Si me aceptas. Si nos haces uno.

No sonaba amenazante. Sonaba… amorosa.

El ardor subió por toda la columna. Le recorrió la nuca. Le llenó la boca de un sabor metálico. Él cerró los ojos. Quiso relajarse. Quiso entregarse por completo. Y al hacerlo, sintió algo parecido a una paz antigua, primitiva, que llevaba años esperando.

—Está bien —dijo, casi sin voz—. Te acepto.

La expansión fue total.
No dolorosa.
No insoportable.
Solo… total.


El final

A la mañana siguiente, los médicos revisaron su cuerpo. El neuroestimulador seguía funcionando. No había inflamación. No había lesión nueva. No había nada fuera de lo normal.

Nada, excepto su cuerpo completamente inmóvil.

Tenía una expresión que confundió a todos: una mezcla de alivio y de comprensión plena.

La enfermera llamó a los médicos una segunda vez. Había algo más.

Sus ojos estaban abiertos.
Y brillaban.

Como si hubiera entendido algo.
Como si hubiera aceptado una verdad última.
Como si estuviera acompañado.

Horas después, cuando entraron sus padres, notaron algo extraño. En la silla, frente a la cama, había quedado un pequeño papel doblado que nadie recordaba haber dejado ahí.

Era la tarjeta de la paciente llamada Clara.

Pero algo no encajaba.

Clara no movía los labios cuando habló con él en el hospital.
Eso lo recordaba perfectamente.

Y entonces, en la quietud absoluta de la habitación, con su cuerpo paralizado y su mente entera rendida a esa nueva compañía, Tomás comprendió —por fin— lo que llevaba años susurrándole la voz:

El dolor nunca fue el enemigo.
Era lo único que jamás lo abandonaría.

Y por primera vez en mucho tiempo, sonrió con sinceridad.


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Estás en el subsuelo, donde habitan las raíces, el lugar en el que este blog escarba hacia el infierno y escupe lo que encuentra. Aquí no hay frases bonitas, ni de autoayuda, ni vamos a colorear mandalas. Solo literatura oscura, crítica sin trinchera, dolor crónico y verdad sin anestesia. Si no te gusta, sigue perdiendo el tiempo con jueguecitos insulsos. Pero si algo de esto te remueve… ya no habrá marcha atrás.

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