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Fame antigua

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Al pie del pozo negro. La galería número tres del pozo rugió como si algo se hubiera despertado de golpe. Las entrañas de la montaña exhalaron su aliento de fuego y grisú. Una explosión seca y brutal partió la roca. Arrastrando una oleada de polvo de muerte que corrió como la pólvora por los túneles. Era como si un animal furioso quisiera dar buena cuenta de todos los mineros. Todo el pueblo se agolpó en la bocamina esperando a sus hombres. Aquel esperaba a su hermano, la otra a sus hijos, esta a su marido y la niña esperaba a su padre. Todos lloraban rezando a gritos para que Dios pudiera salvarlos. Los primeros hombres fueron apareciendo por su propio pie, con lágrimas en los ojos, boqueando como pez fuera del agua y señalando hacia abajo sin poder hablar. Algunos se tiraron al suelo exhaustos, otros trataron de respirar abrazados a los suyos. La niña no veía aparecer a su padre y el dolor fue oprimiendo su joven pecho. Cuando subieron los cuerpos, la lluvia dejó de caer...

El miedo como espejo del alma

Las enseñanzas de escribir una novela como Habitación 216


Cartel de la presentación de la novela Habitación 216 de Emilio Durán Escobar en Boadilla del Monte


Hay un tipo de miedo que no grita. No huye, no suda, no tiembla. Pero te hace temblar, sudar, huir, cerrar los ojos y gritar. Es ese miedo que se sienta contigo a la mesa, toma tu taza de café y te observa en silencio con los ojos muy abiertos. Sin pestañear. Un miedo que no proviene del mundo exterior, sino que es el reflejo que devuelve el alma. Ese miedo —el más puro y devastador— no teme a la muerte, ni al fracaso, ni al dolor. Teme a la corrupción interior, a la lenta descomposición de la propia virtud, a que tus principios y valores estén equivocados. A la sombra de la duda.

Vivimos rodeados de miedos impostados: el miedo a una crisis económica; el miedo a no ser vistos, reconocidos y a no gustar; el miedo a no poder sentarte a la mesa de quienes más tienen. Son miedos de superficie, fabricados por el ruido de una sociedad visiblemente enferma. Pero el miedo real —el que hiere e ilumina— es aquel que surge cuando uno siente que podría estar traicionándose a sí mismo. Cuando la línea entre el deber y la comodidad comienza a disiparse, y lo que llamábamos “principios” se transforma en una estética moral de quita y pon. En una moda.

La sospecha de que esa fisura interior existe es más temible que cualquier enemigo exterior. El miedo a que algo o alguien ataque nuestra alma no nace del peligro, sino de la conciencia de que tal vez nosotros mismos hayamos dejado la puerta entreabierta. Entendiendo por alma todo lo que nos define: valores, principios, creencias, virtudes, miedos, debilidades, fortalezas. Absolutamente todo lo que nos da sentido. Porque nadie puede profanar lo que uno defiende con lucidez. Pero si lo que defiendes es erróneo, la lucidez se pierde, la fortaleza de ánimo se esfuma y el miedo comienza a infectarlo todo.

He aprendido —o al menos intento recordarlo— que el miedo no se vence: se observa, se le acaricia y se le doma. Has de sentarte frente a él con la serenidad de un juez y la distancia de un cirujano o viceversa. El miedo nos informa de nuestras debilidades; nos revela los puntos exactos donde el alma aún tiembla y vislumbra sombras. En ese sentido, es un espejo moral que nos muestra en qué zonas de nuestra ética somos vulnerables, en qué grietas de nuestro pensamiento puede infiltrarse la cobardía y hacerse fuerte el temor.

Hay quien teme la oscuridad porque no soporta el silencio que le devuelve. Pero yo creo que la sombra amplifica lo que está bajo la luz: el eco de las dudas, los retazos de culpa, las pequeñas traiciones que cometemos cada día contra nuestra conciencia. La luz se dirige hacia lo que se quiere mostrar. Trata de ocultar en las sombras la parte de la realidad que no se quiere descubrir. Pero es precisamente la unión de la luz con esa sombra lo que define la verdad. El miedo, por lo tanto, no es enemigo del alma, sino que es su termómetro.

Una sociedad sin miedo moral es una sociedad anestesiada. La valentía no consiste en ignorar el miedo, sino en atravesarlo sin renunciar a la dignidad propia.  Cuando era niño creía que el valor era cosa de héroes. Ulises, Tarzán, Corto Maltés, Tintín o Astérix formaban parte de mi Olimpo heroico. En cambio, con el paso del tiempo descubrí lo que era el valor. Este consiste en mirar hacia dentro sin pestañear. La valentía no es la ausencia de miedo; sino que es afrontarlo. Cuando el miedo habita dentro de uno mismo afrontar el miedo conlleva un profundo autoconocimiento. Obliga a revisar los fundamentos de uno mismo. No hay, pues, coraje sin autocrítica, ni virtud sin disciplina.

De vez en cuando, cuando el ruido exterior se apaga, el miedo verdadero regresa. El eco del silencio reverbera en nuestro cerebro hasta hacernos querer huir. No viene a asustarnos, sino a recordar la melodía del terror. Es una voz que nos susurra en el oído:

-¿Eres todavía el mismo? ¿Sigues creyendo en lo que decías ser?

Y aunque esa voz incomode, debemos agradecerle su persistencia. Solo quien conserva ese miedo moral conserva el alma. Conserva su identidad y sus valores. De modo que ese miedo forma parte de nuestra esencia.

Nadie puede profanar lo que uno defiende con toda su fe.

He visto a personas musculosas derrumbarse cuando comprendieron que su miedo no era al castigo físico, sino al vacío interior. Porque no hay cárcel más devastadora que el remordimiento de haber traicionado los propios principios. El infierno —ese que a veces creemos lejano— no arde con fuego, sino con la brillante lucidez del recuerdo indeseado. De modo que, si el miedo bien entendido puede salvarnos, este tipo de terror nos destruye.

El miedo es, paradójicamente, un acto de fe. Fe en que todavía hay algo dentro que vale la pena proteger y ser salvado. Fe en que el alma no se ha vuelto completamente cínica ni opaca, sino que deja entrever la verdad de tu ser. La certeza de la esencia que nos sostiene es nuestro tesoro más preciado. Ese es el mayor valor a proteger. Su pérdida sería fatal. Desnudaría nuestro alma. Temer perder la virtud es un modo de conservarla.

Los filósofos antiguos lo sabían: el valor no consiste en eliminar el miedo, sino en dirigirlo hacia donde debe estar. Séneca lo llamaba “disciplina del alma”, Marco Aurelio lo nombró “fortaleza interior”. Ellos sabían que la serenidad no es la ausencia de conflicto, sino su gobierno. Así como tomar el timón de las sensaciones e impulsos. Quien se gobierna y mantiene su rumbo en las tormentas del relato contemporáneo, es lo que más miedo da a los demás. Por lo tanto, es lo que debemos intentar alcanzar. Porque las colectividades temen lo que no puede ser domesticado.

Por eso, cuando me invade el miedo —ese miedo sin nombre, que no tiene rostro pero sí temperatura—, no trato de exorcizarlo. Lo escucho. A veces habla en voz muy baja, tétrica. Otras veces tiembla y me hace tiritar. Hay momentos en que se viste de una ironía que me hace sangrar por dentro. Quizá también haya momentos en que se viste de un tedio odioso. Que ataca los nervios y nos inquieta. Pero, y esto es lo más terrible de todo, siempre dice la verdad. El miedo es un espejo que señala con tembloroso dedo el lugar exacto donde empieza la mentira y el disfraz que queremos vestir.

He llegado a pensar que hay dos formas de perder el alma: entregándosela al miedo o negando la existencia de este. Conduciéndonos con estúpida suficiencia. Cuando perdemos algo, lo que nos aterra es la certeza de nuestra soledad. Ese trémulo vacío conduce al vacío. Sin embargo, la experiencia nos enseña que siempre hay una tercera vía. Normalmente suele ser la más difícil. En el caso del miedo, se trata de convivir con él, transformándolo en brújula. No buscar la serenidad como anestesia, sino como lucidez y conocimiento de nuestros sentimientos. Una mente serena no es la que no siente miedo, sino la que lo traduce sabiamente.

Quizá la virtud consista en mantener el alma tensa pero intacta, como un arco que resiste la presión sin quebrarse. Haciendo que nuestra vida, como la saeta que vuela cortando el viento, nos impulse hacia nuestro destino. No hay belleza más pura que la del ser humano que sostiene su fe moral en medio del caos. Es una belleza que no brilla: arde con una azulada llama fría, casi transparente, que ni la desesperanza ni el tiempo pueden apagar.

Por eso, cuando alguien me pregunta qué es el miedo, ya no hablo de monstruos ni de oscuridades. Les digo simplemente:

—El miedo es el espejo del alma. Y si no ves nada al mirarlo, preocúpate porque quizá ya no quede nadie dentro.

Todo esto lo aprendí mientras escribía mi novela Habitación 216, que presentaré en el Teatro Municipal Princesa Doña Leonor de Boadilla del Monte, el próximo 20 de noviembre a las 19:00.



Lee este relato y al acostarte… no mires debajo de tu cama ni dejes el armario abierto.

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Estás en el subsuelo, donde habitan las raíces, el lugar en el que este blog escarba hacia el infierno y escupe lo que encuentra. Aquí no hay frases bonitas, ni de autoayuda, ni vamos a colorear mandalas. Solo literatura oscura, crítica sin trinchera, dolor crónico y verdad sin anestesia. Si no te gusta, sigue perdiendo el tiempo con jueguecitos insulsos. Pero si algo de esto te remueve… ya no habrá marcha atrás.

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