Fame antigua
Hay un tipo de miedo que no grita. No huye, no suda, no tiembla. Pero te hace temblar, sudar, huir, cerrar los ojos y gritar. Es ese miedo que se sienta contigo a la mesa, toma tu taza de café y te observa en silencio con los ojos muy abiertos. Sin pestañear. Un miedo que no proviene del mundo exterior, sino que es el reflejo que devuelve el alma. Ese miedo —el más puro y devastador— no teme a la muerte, ni al fracaso, ni al dolor. Teme a la corrupción interior, a la lenta descomposición de la propia virtud, a que tus principios y valores estén equivocados. A la sombra de la duda.
Vivimos rodeados de miedos impostados: el miedo a una crisis económica; el miedo a no ser vistos, reconocidos y a no gustar; el miedo a no poder sentarte a la mesa de quienes más tienen. Son miedos de superficie, fabricados por el ruido de una sociedad visiblemente enferma. Pero el miedo real —el que hiere e ilumina— es aquel que surge cuando uno siente que podría estar traicionándose a sí mismo. Cuando la línea entre el deber y la comodidad comienza a disiparse, y lo que llamábamos “principios” se transforma en una estética moral de quita y pon. En una moda.
La sospecha de que esa fisura interior existe es más temible que cualquier enemigo exterior. El miedo a que algo o alguien ataque nuestra alma no nace del peligro, sino de la conciencia de que tal vez nosotros mismos hayamos dejado la puerta entreabierta. Entendiendo por alma todo lo que nos define: valores, principios, creencias, virtudes, miedos, debilidades, fortalezas. Absolutamente todo lo que nos da sentido. Porque nadie puede profanar lo que uno defiende con lucidez. Pero si lo que defiendes es erróneo, la lucidez se pierde, la fortaleza de ánimo se esfuma y el miedo comienza a infectarlo todo.
He aprendido —o al menos intento recordarlo— que el miedo no se vence: se observa, se le acaricia y se le doma. Has de sentarte frente a él con la serenidad de un juez y la distancia de un cirujano o viceversa. El miedo nos informa de nuestras debilidades; nos revela los puntos exactos donde el alma aún tiembla y vislumbra sombras. En ese sentido, es un espejo moral que nos muestra en qué zonas de nuestra ética somos vulnerables, en qué grietas de nuestro pensamiento puede infiltrarse la cobardía y hacerse fuerte el temor.
Hay quien teme la oscuridad porque no soporta el silencio que le devuelve. Pero yo creo que la sombra amplifica lo que está bajo la luz: el eco de las dudas, los retazos de culpa, las pequeñas traiciones que cometemos cada día contra nuestra conciencia. La luz se dirige hacia lo que se quiere mostrar. Trata de ocultar en las sombras la parte de la realidad que no se quiere descubrir. Pero es precisamente la unión de la luz con esa sombra lo que define la verdad. El miedo, por lo tanto, no es enemigo del alma, sino que es su termómetro.
Una sociedad sin miedo moral es una sociedad anestesiada. La valentía no consiste en ignorar el miedo, sino en atravesarlo sin renunciar a la dignidad propia. Cuando era niño creía que el valor era cosa de héroes. Ulises, Tarzán, Corto Maltés, Tintín o Astérix formaban parte de mi Olimpo heroico. En cambio, con el paso del tiempo descubrí lo que era el valor. Este consiste en mirar hacia dentro sin pestañear. La valentía no es la ausencia de miedo; sino que es afrontarlo. Cuando el miedo habita dentro de uno mismo afrontar el miedo conlleva un profundo autoconocimiento. Obliga a revisar los fundamentos de uno mismo. No hay, pues, coraje sin autocrítica, ni virtud sin disciplina.
De vez en cuando, cuando el ruido exterior se apaga, el miedo verdadero regresa. El eco del silencio reverbera en nuestro cerebro hasta hacernos querer huir. No viene a asustarnos, sino a recordar la melodía del terror. Es una voz que nos susurra en el oído:
-¿Eres todavía el mismo? ¿Sigues creyendo en lo que decías ser?
Y aunque esa voz incomode, debemos agradecerle su persistencia. Solo quien conserva ese miedo moral conserva el alma. Conserva su identidad y sus valores. De modo que ese miedo forma parte de nuestra esencia.
Nadie puede profanar lo que uno defiende con toda su fe.
Los filósofos antiguos lo sabían: el valor no consiste en eliminar el miedo, sino en dirigirlo hacia donde debe estar. Séneca lo llamaba “disciplina del alma”, Marco Aurelio lo nombró “fortaleza interior”. Ellos sabían que la serenidad no es la ausencia de conflicto, sino su gobierno. Así como tomar el timón de las sensaciones e impulsos. Quien se gobierna y mantiene su rumbo en las tormentas del relato contemporáneo, es lo que más miedo da a los demás. Por lo tanto, es lo que debemos intentar alcanzar. Porque las colectividades temen lo que no puede ser domesticado.
Lee este relato y al acostarte… no mires debajo de tu cama ni dejes el armario abierto.
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