Fame antigua
Aún recuerdo el sonido del mar aquella mañana, cuando el reverendo Northwood ordenó que todos los varones nos reuniésemos en cubierta para iniciar el momento de la oración. El barco crujía bajo el peso de su propia debilidad, y el aire estaba tan quieto que parecía observarnos. Las palabras pronunciadas por el reverendo en el sermón parecían suspendidas en la bruma. Flotaban entre nosotros imprimiendo un efecto temible entre los ateridos marineros. Fingí rezar, como siempre hacía en esos momentos, inclinando la cabeza, mirando a todas partes y moviendo los labios sin voz. En verdad no creía que el Señor nos mirase. Ese inhóspito mar oscuro no podía albergar ninguna bondad. ¿Qué dios justo podía permitir que unos fieles cruzasen un océano de pestilencia y hambre para morir entre retortijones y fuertes fiebres yendo a tierras extrañas?
A mi lado, el reverendo gemía con fervor:
“Que el Altísimo guíe nuestras manos, que nos libre de la herejía y del pecado que mora en las oscuras aguas que nos llevan a Canaán”.
Canaán, le llamaba inocentemente. Aún no sabíamos que el suelo al que nos dirigíamos no era precisamente una bendición. Ni la Tierra Prometida. Era un confín sin nombre, un páramo que ni siquiera los pájaros se atrevían a sobrevolar.
Mi hija Sarah dormía abajo, en el quejumbroso vientre del barco. A veces la oía murmurar entre sueños, como si respondiese a voces que nadie más escuchaba. Otras, en cambio, no hacía más que agitarse y despertarse entre sudores. Desde que embarcamos no había vuelto a verla sonreír. Margaret Hale, la viuda que hacía las veces de curandera, decía que la niña tenía “vista abierta”, que veía más allá de los velos de este mundo. No la creí.
Durante las últimas jornadas, la enfermedad cercenó la vida de tres grumetes y el timonel. Tuvimos que arrojar los cuerpos por la borda. Desde la cubierta, algunos tapaban sus ojos mientras los tiburones daban buena cuenta de los cadáveres. Sumidos en el silencio escuchamos el apático grito del vigía: ¡tierra a la vista! La costa que se abría ante nosotros era de una frialdad indecible; los árboles se iban despojando de sus hojas, dando sensación de desnudez. Algunos se erguían con ramas erguidas amenazantes como terribles lanzas apuntando al cielo. La niebla no permitía que la luz nos alcanzase. Y el suelo era una gélida mancha marrón grisácea. Al pisar tierra, muchos cayeron de rodillas, llorando y besando el frío barro, mientras el reverendo proclamaba que aquella tierra era la Nueva Jerusalén.
Yo miraba hacia el horizonte, y hubiera jurado que más allá, en el bosque, los árboles respiraban y la sombra nos acechaba.
Nos asentamos junto a una ensenada que dieron en bautizar como New Haven’s Reach. Construimos chozas de madera verde para guarecernos de las inclemencias del tiempo y levantamos alrededor una empalizada endeble. Los días eran breves. En cambio, las noches eran interminables. El viento traía un olor dulzón, como carne quemada en incienso.
A las pocas semanas, Thomas Briggs, nuestro explorador y cazador, regresó de una exploración con el rostro desencajado y el color demudado. Dijo haber encontrado una aldea de nativos. Estaba vacía. No había cuerpos, ni señales de huida: sólo los restos de un fuego consumido e inexplicables figuras talladas en los árboles, círculos cruzados por tres líneas. Cuando nos acercamos al pueblo, el reverendo se santiguó varias veces. Con voz temblorosa y firme nos ordenó destruir esos símbolos, alegando que eran marcas del demonio.
Margaret, en cambio, palideció. Me dijo en voz baja:
—No eran marcas para invocar, Elías. Sino para mantener algo lejos.
El invierno cayó sobre nosotros como una mortaja. La nieve cubrió los campos que aún no habíamos podido arar para sembrarlos. Comíamos raíces hervidas y pan duro hecho con la poca harina que traíamos del viejo continente. La fiebre no nos dio tregua y se llevó a tres de los nuestros en apenas dos lunas.
Fue entonces cuando comenzaron las lámparas.
La primera noche, fue la de los Pritchard. Su lámpara de aceite se apagó sola entre el silencio y la pausa. Al amanecer, no quedaba nadie en la casa. Briggs, sin dejar de santiguarse y rezando entre dientes, nos fue mostrando las huellas de lo que parecía ser una huída. Unas huellas producidas por erráticos pasos que conducían al bosque, pero no regresaban.
El reverendo nos habló de una prueba enviada por el Señor. Dijo que quien tuviese el corazón impuro sería arrebatado de este mundo. Lo que la fe no lograba unir trató que lo hiciera el miedo. Organizó oraciones nocturnas, ayunos, mortificaciones y otras penitencias.
Mas la segunda noche, otra lámpara se extinguió. Y la tercera.
Le prohibí hablar de ello, sopena de que fuera tildada de trastornada y el asustado pater la señalara como víctima propiciatoria. Pero las palabras de mi niña y la imagen de sus ojos inyectados en sangre, se clavaron en mí como clavos ardientes y se alojaron en lo más profundo de mi mente.
Briggs juró haber oído cánticos en la distancia, una ronca voz que repetía una y otra vez su propio nombre. Cuando a la mañana siguiente seguimos su rastro, hallamos sus huellas perdidas en la nieve, deteniéndose de pronto, como si se hubiera desvanecido o se hubiese marchado volando por el aire.
A cada desaparición, el discurso del reverendo se tornaba más violento y el miedo desdibujaba su cara. No hay mejor amigo del fanatismo que el terror a lo desconocido. En ese estado de enajenación, nos dijo que el pecado estaba entre nosotros, que el enemigo se escondía bajo rostro humano. Comenzó a señalar a los que no asistían al rezo, a los que dudaban, a los que callaban y al que fingía rezar.
Margaret fue la primera acusada. Decían que hablaba con los árboles, que su casa olía a hierbas prohibidas. La ataron en la plaza y exigieron su confesión. Yo intenté detenerlos, pero me sujetaron entre los más devotos. El miedo era más fuerte que la razón. Algunas mujeres y niños que habían sido sanados por la curandera, iban apilando troncos, telas y el relleno de algún jergón, a sus pies.
Mientras ardía la leña, el humo tomó la forma de un sonriente rostro. Algunos lo vieron. Otros lo negaron. Lo cierto es que cuando las llamas tocaron el cuerpo de Margaret, un viento terrible se levantó, apagando todas las lámparas del poblado a la vez. La trémula hoguera era la única luz que brillaba en el poblado.
En la oscuridad del, escuchamos el llanto de los niños. Pero los niños estaban con nosotros.
Después de aquello, nadie podía dormir. Cada noche contábamos las luces encendidas en las ventanas de las chozas. Pero podíamos observar que cada amanecer había una apagada.
Yo empecé a soñar con el bosque. Al principio fue una imagen tangencial, pero poco a poco fue tornándose más protagonista de mis noches. Soñaba que caminaba entre extraños troncos que se movían, que respiraban y que gemían. Soñaba con Margaret, cubierta de tierra, con los ojos abiertos de par en par y extendiéndome la mano con sus crispados dedos. Cuando trataba de alcanzarla, me despertaba.
La última noche, mientras el viento golpeaba las paredes y Margaret estiraba su mano hacia mí, Sarah desapareció. Encontré su ventana abierta y una hilera de huellas pequeñas que llevaban hacia la espesura. El reverendo me vio partir con una antorcha en la mano. Me gritó que no fuera, que lo que habitaba allí no era para ojos humanos. Estuve tentado de volver y atarlo en el lugar del asesinato de Margaret. Preferí hacer oídos sordos y seguir mi camino.
El bosque era un laberinto de sombras y silbidos extraños. Caminé erráticamente durante horas, o días, sin poder distinguir el tiempo. A cada paso, las ramas se cerraban a mi alrededor como las costillas llenas de vida de un monstruo terrible que quisiera abrazarme.
Entonces oí el canto. Era dulce, familiar. Era la voz de mi hija. Dios mío, grité sobresaltado, ¡Sarah no te muevas! ¡Voy a por ti!
La seguí hasta un claro donde la nieve no tocaba el suelo, permanecía flotando alrededor. Las copas de los árboles formaban un círculo que dejaba ver las estrellas y la luna bañaba todo el círculo. En el centro ardían fuegos azules, y en torno a ellos estaban de pie los desaparecidos. Inmóviles, sonrientes, terribles. Sus rostros eran traslúcidas máscaras de tierra, y sus ojos brillaban con un azulado resplandor enfermizo. Entre ellos estaba Sarah.
Quise correr hacia ella, pero mis piernas no respondían.
En el centro del claro se alzaba un tótem de madera ennegrecida, cubierto de los mismos símbolos que Briggs había descrito haber visto tallados en los troncos de los árboles. Al mirarlo, sentí que el suelo palpitaba bajo mis pies y un extraño temblor rodeó mi cuerpo. Era el sonido de un tambor. O eso creía. Hasta que ese bombo incansable se convirtió en una voz ronca y terrible. Una voz que pugnaba con las edades del hombre. Rivalizaba con la antigüedad de nuestro pueblo. Era un canto ancestral y anacrónico.
Esa voz, grave y antigua, al fin surgió del tótem quemado. A medida que sonaba la voz, el trozo de madera iba mudando hacia un tizón ardiente. No era una voz humana, sino más bien el murmullo de las raíces que se quiebran bajo nuestros pies, de una tierra que se queja y respira.
“Ellos cavaron donde no debían. Derribaron los guardianes. Y la tierra, hambrienta, ha despertado.”
Los nativos no habían huido. Habían sido absorbidos, devueltos al suelo que adoraban. Ahora nos tocaba a nosotros, comprendí. En ese momento fue cuando el fuego de mi antorcha se apagó.
Sarah me miraba. Su rostro era el de mi hija, pero su voz no.
“Padre,” dijo, “ya no hay hambre. El bosque nos ha dado un hogar.”
Dio un paso hacia mí, y vi que sus pies no flotaban sobre la tierra: raíces delgadas la sostenían, enroscándose a sus tobillos.
“Quédate,” murmuró la ronca voz del suelo. “El hombre corta, pero no siembra. Ha olvidado los nombres antiguos. Pero nosotros recordamos.”
Elías Cromwell, maestro carpintero, incrédulo, padre… yo. Caí de rodillas. No por fe, sino porque me sobrevino un mareo de agotamiento. El aire olía a tierra fresca, a vida y a muerte entrelazadas.
Intenté rezar, pero no recordaba las palabras.
“Tu dios está hecho de madera muerta,” susurró el bosque. “Nosotros somos la raíz. La madera viva”
La tierra se abrió bajo mí, cálida y húmeda, y la sentí ascender por mis piernas, lenta, amorosa. Vi los rostros de todos los que se habían ido: Pritchard, Briggs, Margaret… todos en paz, todos con los ojos encendidos. Todos me miraban sonrientes.
Sarah extendió su mano. La tomé y se disipó el miedo. El bosque respiró conmigo.
No sé cuánto tiempo habrá pasado de aquello. No hay sol aquí, ni noche, ni hambre. A veces oigo pasos sobre mi cabeza: los de nuevos colonos que llegan con fe y miedo. Aterrorizados y agradecidos. Rezando a un dios equivocado. Oigo cómo construyen, rezan, sueñan. Escucho que nombran la aldea con otro nombre, creyendo que comienzan aquí de nuevo.
Pero toda semilla que plantan nace torcida. Cada lámpara que encienden se apaga sola. Y cuando el invierno llega, una casa amanece vacía. Entonces sé que pronto nuestro pueblo crecerá. Habrá otro entre nosotros, otro que se arrodillará ante la tierra, preguntándose si dios aún los escucha en estos bosques.
Yo les oigo rezar y sonrío. Cuando Sarah o los demás me miran, finjo. Exactamente igual que fingía en el barco, moviendo los labios sin voz.
Lee este relato y al acostarte…
y no mires debajo de tu cama ni dejes el armario abierto.
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