Fame antigua
Un niño entre las sombras y la promesa de la eternidad.
El viento norte traía consigo el aroma salado de la bahía de Dublín. La insalubre humedad de un noviembre gris deambulaba como una bruma aterradora. Prometía finales dramáticos y llantos bajo las mantas. La penumbra atenazaba a los viajeros y su velo ventoso abrazaba las calles empedradas y los jardines de Clontarf, escondiendo figuras y pasos que parecían surgir de ninguna parte. En una casa sobria, con un jardín donde un roble viejo inclinaba sus ramas hacia la tierra como si guardara múltiples secretos de generación en generación, una familia aguardaba un acontecimiento que cambiaría su vida: un niño estaba a punto de nacer.
La madre, una doncella joven y nerviosa, recorría los pasillos acariciando su abultado vientre, mientras el orgulloso padre, de gesto austero, miraba por la ventana fumando en su pipa. La vista cansada y perdida. Los pasos de su mujer deslizándose por el pasillo. Su ropa rozando el suelo y las paredes ofreciendo al conjunto una banda sonora inquietante. Él iba recordando las historias que su propia madre contaba sobre fantasmas y leyendas irlandesas. Que iban de lo grotesco a lo terrorífico. En esos lejanos recuerdos abundaban las historias de espectros que cruzaban acantilados y las de sombras que acechaban arrastrándose por la noche. Nadie podía saber que, en el silencio de la casa y en la oscuridad de la noche, se estaba gestando un destino que transformaría esas historias en algo que desafiara el tiempo: se convertirían en sombras eternas.
El niño llegó, como casi todos los niños, entre llantos y lágrimas de felicidad. Con una promesa y muchos cuidados por delante. Con la fragilidad propia de un bebé y un destino por delante. Sus dedos eran largos, de pianista parecían. Sus mejillas pálidas y en su respiración tenue parecía flotar un ritmo propio, como si ya reconociera las sombras que lo rodeaban. La madre lo acunaba con canciones suaves, mientras el padre recorría viejos documentos familiares, sin poder imaginar que aquel pequeño absorbería cada relato que le llegara, cada leyenda y cada misterio, convirtiéndolo en parte de su esencia. En su razón de ser.
Durante su infancia, el niño tuvo una salud quebradiza. Pasó largos meses confinado en su hogar, observando desde la ventana la niebla y la lluvia que caían sobre su ciudad. Mientras veía cómo otros niños jugaban en los jardines y las calles, él se refugiaba entre libros y relatos, dejando que las historias de fantasmas y aventuras se filtraran en su imaginación. Cada página le mostraba que la realidad podía ser mucho más extraña que la ficción, y que la oscuridad no era en absoluto enemiga de la curiosidad.
Ese té podrá enfriarse, pero su sombra no lo hará. Jamás.
A medida que crecía, su salud fue mejorando, pero su fascinación por lo misterioso permaneció intacta. Descubrió el teatro y la narrativa, aprendiendo a leer entre líneas las ideas que subyacían en esos textos y a percibir los secretos que los objetos y las sombras podían guardar. Su mente se volvió un laberinto de ideas y visiones, donde lo cotidiano se entremezclaba con lo extraordinario. Aprendió sobre historia, mitología y leyendas europeas, y guardó cada detalle como un tesoro secreto. Cada palabra leída iba enriqueciendo su imaginación. Cada historia que escuchaba, cada libro que leía, era un ladrillo más en la construcción de su propio universo. Un mundo donde lo gótico y lo romántico se entrelazaban con la realidad
Los años pasaron, y aquel niño que había nacido frágil y silencioso se convirtió en un joven que comprendía la fuerza de la imaginación, la importancia de las palabras y el arte de contar historias. Aprendió a observar la vida con atención, a registrar lo invisible y a conferirle la forma deseada, sintiendo que su destino estaba ligado al mundo de la creación. La creación literaria, concretamente. Mientras iba atesorando cada sombra de la casa familiar, cada murmullo del viento sobre la bahía, iba aumentando de tamaño su universo interior. El destino parecía susurrarle ideas, relatos y personajes que algún día encontrarían voz entre las páginas de sus escritos.
Finalmente, mientras el sol de Clontarf caía sobre las aguas y la niebla comenzaba a disiparse, se podía ver que aquel niño frágil no era un muchacho común. Su nombre era Abraham, aunque lo acortaran llamándolo Bram y el apellido, Stoker. El mundo pronto lo reconocería como Bram Stoker. El niño que había escuchado leyendas de su infancia, había sentido la presencia de lo invisible y había absorbido la esencia de la oscuridad, se convertiría en el autor de Drácula, el vampiro más icónico de la literatura. Todo había comenzado aquella lluviosa mañana de noviembre con un nacimiento marcado por la fragilidad y el misterio. Un niño que absorbía, en su primer llanto, la promesa de la inmortalidad literaria. Ese noviembre en Clontarf donde una doncella abrazada a su enorme barriga paseaba y un caballero fumaba en pipa mirando por la ventana, comenzó a gestarse la leyenda. El mito vendrá después, con el tiempo y un té con leche. Ese té podrá enfriarse, pero su sombra no lo hará. Jamás.
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