Fame antigua
LA PRISIÓN DE MI PROPIA EXISTENCIA
Desde hace un tiempo despertar se ha convertido en un acto de rendición. Cada mañana, antes de abrir los ojos, siento que mi cuerpo me observa, paciente y hostil. Parece estar sentado en una silla junto a mi cama como esperando el momento exacto para recordarme que ya no me pertenece. No reconozco la cárcel que habito; mis brazos son fuerzas invasoras; mis músculos espías y conspiradores de mi propia existencia. Mis manos tiemblan, a veces de manera imperceptible; pero otras veces con una violencia que me obliga a sujetarlas o meterlas en mis bolsillos rezando para que nadie las haya visto. Mis pies se retuercen solos, y cuando intento ordenarlos, las piernas se burlan de mí, doblándose de maneras que deberían ser imposibles.
Mis pensamientos son traicioneros. Puedo sentir los engranajes de mi cerebro tensarse sin razón, mudando mi carácter de un segundo al siguiente. Cada segundo es una negociación con algo que ya no tiene compasión. Mi espalda recuerda cada caída, cada cicatriz, cada punzada que creí haber superado. El dolor no se limita a los recuerdos recientes: parece absorber todos los miedos, todas las ansiedades pasadas y presentes. Cada pensamiento oscuro que he dejado entrar, regresa con el ardor guerrero de un furioso kamikaze. La enfermedad invisible que me habita se alimenta de mi debilidad. Una debilidad que es aún mayor gracias al silencio cómplice de quienes se alojan fuera de mi hogar.
A veces cierro los ojos y deseo no sentir nada, pero incluso en la oscuridad interna, el dolor me sigue como un fuego abrasador que arrasa cada médula de mi cuerpo. Mi piel es un campo de batallas jamás olvidadas con el clamor de tambores que rugen bajo mi toque a rebato. Cada herida es un tatuaje de dolor que el tiempo no ha podido borrar. Mis articulaciones rechinan y se quejan, y la sensación de que cada parte de mí tiene voluntad propia me hace sentir un huésped dentro de mi propio cuerpo. No soy el dueño; soy un prisionero. La celda cada vez se hace más pequeña y mi comodidad va saltando por el ventanuco que a duras penas deja entrar una leve brisa.
Los pensamientos negativos ya no son solo sombras mentales: se convierten en el alimento para el dolor que repta bajo mi piel. Me sorprendo pensando en la injusticia de mi propio cuerpo, cómo conspira para recordarme que el sufrimiento es interminable. “Tienes que aprender a vivir con este dolor” me dijo el médico. “El dolor te acompañará cada día de tu vida” soltó, como si de una sentencia se tratase. Una sentencia que me condenaba a prisión permanente sin revisión posible. Si hubiera algún tipo de revisión sería pasando por decimotercera vez a un quirófano que no garantiza absolutamente ningún resultado. Las noches son peores. Cuando el mundo exterior duerme cálidamente, mi cuerpo despierta. Me levanto y piso el suelo frío del cuarto de baño y así logro regresar a mi existencia.
Mi propio cuerpo es un campo de batalla donde no hay rendición. No puedo descansar. No puedo huir.
Hay días, normalmente coincidiendo con la oscuridad de un cielo cada vez más ceniciento y hostil, en que las piernas laten con furia. Voy notando cómo los músculos se van enredando poco a poco. Dejando vía libre a unos espasmos que parecen burlarse de mi impotencia. Mi mente se oscurece viéndose arrastrada hacia un abismo doloroso. Los temblores trepan por las piernas aproximándose a mi espalda. Cuando la alcanzan, los glúteos y las piernas se estiran hasta el paroxismo y se retuercen al instante siguiente. Cada segundo parece una hora. De modo que, cuando esos episodios terminan, estoy sudando y respirando agitadamente tras un esfuerzo brutal.
El dolor no es solo físico: se infiltra en cada pensamiento. Anula unos sueños que ya han sido olvidados. Se aloja parasitando cada fibra de mi conciencia. Me miro al espejo y ya casi no reconozco la figura que me devuelve la mirada. Mis ojos reflejan un huésped que apenas sobrevive a la tiranía de su propia carne. No adivino si debajo de esa máscara de hielo habita una persona ajena a mí o si soy yo. Veo con absoluta nitidez cicatrices que deberían ser invisibles, pero que insisten en recordarme cada momento de debilidad.
Mi propio cuerpo es un campo de batalla donde no hay rendición. No puedo descansar. No puedo huir. Aún así, cada día, sigo respirando, sigo moviéndome, sigo existiendo. Tal vez por costumbre, tal vez por terquedad, tal vez por un instinto primitivo que aún no ha sido destruido por el tormento constante. Pero sé, con una certeza terrible, que esta existencia es un castigo interminable, una negociación diaria con un cuerpo que me sabotea y una mente que teme lo que siente. Por lo que debo buscar aliados allende las fronteras de mi piel. En mis seres queridos encuentro la llave para llegar a un corazón que aún palpita transmitiendo el candor necesario para pasar cada día.
¿Te ha removido este texto?
Pincha aquí para leer más verdades que escuecen¿Quieres saber más sobre el autor? Emilio Durán
Si te apetece, puedes seguirme aquí:
Comentarios
Publicar un comentario