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Fame antigua

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Al pie del pozo negro. La galería número tres del pozo rugió como si algo se hubiera despertado de golpe. Las entrañas de la montaña exhalaron su aliento de fuego y grisú. Una explosión seca y brutal partió la roca. Arrastrando una oleada de polvo de muerte que corrió como la pólvora por los túneles. Era como si un animal furioso quisiera dar buena cuenta de todos los mineros. Todo el pueblo se agolpó en la bocamina esperando a sus hombres. Aquel esperaba a su hermano, la otra a sus hijos, esta a su marido y la niña esperaba a su padre. Todos lloraban rezando a gritos para que Dios pudiera salvarlos. Los primeros hombres fueron apareciendo por su propio pie, con lágrimas en los ojos, boqueando como pez fuera del agua y señalando hacia abajo sin poder hablar. Algunos se tiraron al suelo exhaustos, otros trataron de respirar abrazados a los suyos. La niña no veía aparecer a su padre y el dolor fue oprimiendo su joven pecho. Cuando subieron los cuerpos, la lluvia dejó de caer...

Donde empieza la dignidad

Un trayecto ordinario, un asiento cualquiera, un día normal y una mujer cansada de tanta estupidez. 

Una mujer sentada en un asiento delantero de un autobús casi vacío, mirando hacia la ventana, mientras otro pasajero permanece en silencio unos asientos detrás.

El cansancio ancestral

Rosa Parks salió arrastrando los pies de su trabajo en la tienda de Montgomery Fair. Pero no era un cansancio físico. Era más profundo. Era el tipo de agotamiento que se deposita en el alma ok como un carbón húmedo. Una fatiga que, cuanto más la quieres sacudir, más te ensucia. Esa pesadez que se hereda, te acompaña y te habla por las noches cuando no puedes dormir. Si hubiesen podido dialogar ella y el autobús 2857 se habrían comprendido tanto…

Rosa se sentó en la zona para personas negras, como dictaba la estúpida ley —otra muestra brillante de que, cuando la estupidez humana rige una comunidad cualquiera, solo sabe prohibir y llenarse de imbéciles normas—. Se colocó el bolso en el regazo, más por costumbre e inercia que por miedo. Era un movimiento de quien se prepara para un trayecto más y pensó en sus cosas mientras el autobús avanzaba entre las gélidas calles y edificios que querían parecer estables pero que, como su sociedad, estaban llenos de grietas.

El autobús abrió sus fauces y empezó a tragar gente que subía por la escalerilla. Poco a poco la gente fue abarrotando el 2857. Primero lentamente, luego como si Montgomery entera hubiera decidido que aquel era el único vehículo circulando. O como si supiera que esa fecha iba a ser importante. Rosa los observaba con ese humor cansado que solo se tiene cuando uno ha sido testigo de suficientes tonterías como para escribir varios libros. Disimulaba su sonrisa y miraba por la ventana para evitar el contacto visual.


El gallo del corral

Entonces el autobús se había llenado y las quejas se escuchaban por todo el habitáculo. El que más vociferaba era ese estúpido hombre blanco que caminaba como un gallo que se cree dueño del gallinero e iba eligiendo asiento con su falsa autoridad. Como no se podía sentar, regresó donde el conductor y comenzó a gritar. El conductor, James F. Blake, se levantó pesadamente y avanzó por el pasillo con una expresión mezclada de autoridad y vinagre. Era ese tipo de persona que había discutido tantas veces con el mundo que ya no recordaba cuando fue la última vez que había tenido razón.

La miró como quien examina un mueble que hay que mover.

—Ustedes tienen que levantarse —dijo Blake, con la energía emocional de un semáforo hastiado.

Rosa lo miró sin prisa. No era una mirada desafiante, ni dramática. Primero fijó su vista en sus trabajadas manos y tuvo el impulso de levantarse, pero entonces notó que todo el cansancio acumulado por tanto tiempo de explotación y angustia emergía como la tranquila lava de un volcán en erupción. Porque no estaba nerviosa. Era mucho peor: estaba completamente tranquila. De esas veces que la calma anuncia que algo inevitable e importante está a punto de suceder.


Más peso que un grito

Se hizo tal silencio que hasta el motor del autobús contuvo el aliento. Los pasajeros también permanecieron callados cruzando miradas de incomprensión y con gestos altaneros. El resto de gente negra sonreía y miraba con admiración a esa mujer delgada, serena y tranquila.

—No voy a levantarme —dijo Rosa con una suavidad casi amable.

Fue como si el cielo se desgajara. El aire se detuvo. Los alientos se estancaron. Nadie respiró. El gesto del hombre del bigote quedó congelado una décima de segundo. Como un fotograma que se hubiera detenido en la película de la vida. Una señora cerró los ojos para ver si así desaparecía el problema. Tres adolescentes blancas observaron a Blake con el interés morboso de quien sabe que el adulto está a punto de hacer un ridículo universal. Anticipando la carcajada y mirando cómo bizqueaba. Blake parpadeó dos veces. 


—Voy a tener que denunciarla y la van a arrestar.

—Adelante, señor. Puede usted hacerlo —respondió Rosa.

Ella no gritó ni tembló. Pero su cansancio llevaba un filo en sus palabras. Uno de esos filos antiguos, afilados por generaciones. Miró en silencio al vociferante viajero que exigía que la echasen de su sitio y al extrañado conductor. Con un silencio que era mucho más elocuente que cada uno de los gritos del energúmeno.


querían parecer estables pero que, como su sociedad, estaban llenos de grietas. 

 Actores secundarios

Blake llamó a la policía como exigían las normas y el resto de viajeros. El autobús entero se tensó como la cuerda de un violín afinado por un maniático. Rosa siguió observando la calle ajena a todo el ruido acumulado a su alrededor. Vio las luces del coche patrulla reflejadas en la lluvia y en las ventanillas de los automóviles que marchaban alrededor.

Los oficiales subieron con expresiones de gente que no sabe que está entrando en una escena histórica. Si hubieran sabido que era una escena tan importante habrían corrido a ducharse y peinarse para la ocasión. Pero cumplieron el guion con una tranquila normalidad, aunque sin convicción:

—Señora, tiene que levantarse.

—No.

Las dos letras hicieron más ruido que todo el motor del autobús, silenciado por la tensión de la escena. Los policías sabían que aquella era una norma absurda. Pero la maquinaria burocrática de la injusticia sigue girando incluso cuando todos saben que está oxidada y sus chirridos silencian la lógica verdad.

La levantaron sin que ella opusiera ninguna resistencia, y la esposaron. No lloró. No tembló. Continuó con la cabeza bien alta. Solo caminó con la dignidad de quien lleva años esperando este momento sin saberlo. La gente que susurraba a sus espaldas empequeñecía cuando ella se ponía a su lado, jamás a su altura.


La sociedad contuvo la respiración

Fuera, la acera se llenó de miradas curiosas. Algunas eran tensas, otras asustadas, algunas no tan valientes como para vitorearla en público, y otras demasiado curiosas para su propio bien. Pero entre todas ellas había un murmullo casi sobrenatural:

¿Y si esta mujer acaba de abrir una puerta que nadie podrá cerrar?

La calle se volvió silenciosa, como si la Historia se hubiera acomodado en un banco cercano, frotándose las manos y diciendo:

“Bueno, bueno, esto se pone interesante.”

Esa noche, Montgomery no durmió bien. Quienes habían presenciado la escena la contaban en sus casas a la hora de la cena. Los familiares no daban crédito. Los negros sonreían, aplaudían y brindaban orgullosos. Los blancos vieron tambalear su lugar en la cumbre. Sintieron que la cumbre, de hecho, se les iba deslizando por entre los glúteos. Las farolas parpadeaban en la calle como si cuchichearan. Todo el mundo: desde los enfadados, rabiosos, tímidos, indignados, cansados y los prudentes olían un cambio en el aire. Algo se había roto para siempre. Algo se había activado. La rueda del cambio comenzó a girar.


El cansancio se hizo revolución

Al día siguiente, miles de personas decidieron no subir a los autobuses: primero como queja, luego por rabia y finalmente por dignidad. La injusticia, además de horrible, resultó ser económicamente insostenible, hubo personas blancas que se unieron a la petición de normalidad en una sociedad cuyos cimientos eran de arenas movedizas.

El sistema empezó a crujir. La ciudad se dio cuenta de que las leyes injustas tenían un coste y una fecha de caducidad. Pero ese coste era grande y podía serlo aún más. Así que, mientras Montgomery hacía cálculos y buscaba culpables, Rosa Parks, ya convertida sin querer en símbolo, esperaba en silencio mirando al infinito. Aburrida. Cansada. No buscaba gloria. No esperaba fama.
Solo había querido descansar un poco, sentarse un poco más, vivir un poco sin tanta tontería con un poquito de normalidad.


No se levantó

Y así fue como empezó todo. No hubo un grito. Ni puñetazos. Ni discursos grandilocuentes. Sino con una mujer cansada y valiente que dijo que ya estaba bien. Que no iba a levantarse. Que dijo, simplemente:

No.

A veces, la revolución empieza así. Sin fuegos artificiales. Sin fanfarria. Pero siempre sin permiso. Algo se quiebra siempre que hay alguien que se niega a hacer lo que la injusticia espera. Lo mejor de todo es que la injusticia, esa tarde, no lo vio venir. 


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Estás en el subsuelo, donde habitan las raíces, el lugar en el que este blog escarba hacia el infierno y escupe lo que encuentra. Aquí no hay frases bonitas, ni de autoayuda, ni vamos a colorear mandalas. Solo literatura oscura, crítica sin trinchera, dolor crónico y verdad sin anestesia. Si no te gusta, sigue perdiendo el tiempo con jueguecitos insulsos. Pero si algo de esto te remueve… ya no habrá marcha atrás.

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